Dice Ibsen que “el dolor nos vuelve malos”. Pero si el
dolor es tan funesto, el no-dolor debe ser causa de perfección y virtud. Dado
que Ibsen evitaba el sufrimiento, debería haber sido un ejemplo de personalidad
magnifica, pero… no fue así, ni mucho menos. Con su vida refutó sus pomposos
asertos.
El dolor es, en primer
lugar, inevitable. Una porción de la vida es dolor, es sufrimiento, es padecer.
Forma parte del destino humano y nunca podrá ser de otro modo. Sólo los muy
simples desean una existencia sin dolor, esto es, unilateral, plana,
empobrecida. En la realidad, y en las voliciones de la mujer y el hombre
sabios, lo que se da es una combinación de padecimiento y satisfacciones, de
aflicción y dicha, a menudo teniendo lo uno y lo otro el mismo origen, las
mismas causas, que producen éste o aquél efecto según las circunstancias y el
momento.
Esa vida compleja, en
la que está su todo finito, es la vida verdaderamente buena, humana. Tan
insensato es pensar una vida sin dolor como otra en la que todo sea dolor.
Ambas son construcciones mentales, entes de razón, lucubraciones irreales e
indeseables. Se ha de afrontar el sufrimiento cuando llega igual que se ha de
afrontar el placer cuando nos cae encima, con valentía, serenidad y
perspicacia.
Vivimos el dolor,
vivimos el no-dolor y vivimos el goce. Así realizamos la totalidad existencial
de lo humano, que es plural, antinómica, enrevesada, a menudo incluso
incomprensible e indecible.
Puesto que estamos
obligados a conocer el dolor, y que huir de él además de imposible crea más
dolor, nos mutila y deshumaniza, tenemos que saber por qué y cómo hacerlo.
El dolor nos construye
como sujetos con fortaleza interior. Sufrir nos otorga fuerza, nos hace
madurar, nos convierte en personas que han sabido penetrar en lo más recóndito
de la existencia humana. El dolor propio nos reconcilia con los que sufren, nos
hace comprensivos, compasivos, generosos. El dolor desautoriza esa forma
frívola y superficial de existencia propia del credo hedonista y epicúreo, la
única permitida bajo la dictadura de la modernidad.
Si la huida del dolor
fuera, como sugiere Ibsen, una marcha hacia la perfección estaríamos en el
mejor de los mundos, pues hoy casi todas las personas escapan, se evaden de él
despavoridas, dado que el placer se ha convertido en una experiencia humana
forzosa y obligatoria, en realidad en la única permitida por el Estado de
bienestar y la sociedad de consumo. Pero lo que observamos en torno son seres
¿humanos? tan espantosamente devastados y degradados que podemos poner en duda,
con fundamento, el dogma institucional sobre que el dolor degrada y el placer
eleva…
Escoger el dolor
evitable es un modo de prepararnos para el dolor inevitable, aquél que nos
corresponde por el mero hecho de ser y existir. Pero, sobre todo, vivir el
sufrimiento de forma deseada y consciente nos hace fuertes, construye nuestra
voluntad, eleva nuestra sensibilidad y afina nuestra inteligencia, del mismo
modo que el placer sistemático nos hace marionetas sin volición propia,
zoquetes sin sensibilidad y brutos carentes de cerebro. Eso es verdadero porque
eso es lo observable.
El invierno proporciona
posibilidades sencillas y cotidianas de vivir el displacer a través de la
admisión voluntaria del frio. Tengo un amigo, P., que se ducha todas las
mañanas con agua fría, en el patio de su casa, a veces rompiendo el hielo del
cubo. Es este un acto lleno de épica y heroísmo, que admiro profundamente. Con
prácticas como esa iremos paso a paso recuperando nuestra condición de seres
humanos, dejando de ser simples piltrafas y detritus que los poderes
constituidos manejan a su antojo.
Los filósofos cínicos y
estoicos, y también los ascetas cristianos, exhortan a recibir el frio con
ánimo esforzado y combatiente, a andar descalzos por la nieve, a privarse de lo
que es agradable y a realizar lo que resulta desagradable, para domeñar la
voluntad, hacerse aptos para servir a las grandes causas y a sus semejantes,
arrinconando la pereza, que nos convierte en esclavos, y el egoísmo, que nos
torna subhumanos.
Sin aceptación de lo
desagradable y no-placentero no puede haber ni generosidad, ni magnanimidad, ni
servicio a los otros. No es posible sujetos de calidad. No puede haber,
sencillamente, amor. Sin personas de calidad ni amor no es hacedera la
revolución integral.
Ciertamente, cada cual
ha de escoger de forma libre, responsable e informada su forma particular de
ascetismo, pero mi criterio es que todas y todos hemos de cultivar algunas
manifestaciones de aquél. Hacerlo proporciona una satisfacción interior que
ninguna variedad de pereza y comodonería dan, porque nos hace sentirnos dueños
de nosotros/as mismos, por tanto, capaces de grandes hazañas.
No hay autoconstrucción
del sujeto, no hay revolución interior, no hay vida espiritual intensa sin un
grado de ascetismo, de admisión del displacer, de busca voluntaria de lo
incómodo, lo difícil, lo desagradable incluso. El invierno nos proporciona una
fácil oportunidad de hacerlo, poniendo límites a la calefacción, no cargándonos
de prendas de abrigo, aceptando que sufrir el frio, hasta donde resulte
hacedero, es un bien.
Cada persona, se
insiste en ello, ha de tener su ascética personal, como tiene su forma peculiar
de hablar y comunicarse. Sin ascética propia es sin fortaleza interior,
grandeza de espíritu ni vigor físico. El invierno es, en consecuencia, un
momento para comenzar a auto-construirse en este decisivo ámbito.
La ideología del placer
es la de los esclavos, la admisión del sufrimiento con sentido y significación
la de las mujeres y hombres libres, que viven de pie y no tumbados y, por ello
desmoronados, esto es, no vencidos y derrotados de antemano.
Fuente:Esfuerzo y Servicio
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