miércoles, 19 de diciembre de 2012

FRIO INVERNAL Y ASCÉTICA LIBERADORA



Dice Ibsen que “el dolor nos vuelve malos”. Pero si el dolor es tan funesto, el no-dolor debe ser causa de perfección y virtud. Dado que Ibsen evitaba el sufrimiento, debería haber sido un ejemplo de personalidad magnifica, pero… no fue así, ni mucho menos. Con su vida refutó sus pomposos asertos.
        
El dolor es, en primer lugar, inevitable. Una porción de la vida es dolor, es sufrimiento, es padecer. Forma parte del destino humano y nunca podrá ser de otro modo. Sólo los muy simples desean una existencia sin dolor, esto es, unilateral, plana, empobrecida. En la realidad, y en las voliciones de la mujer y el hombre sabios, lo que se da es una combinación de padecimiento y satisfacciones, de aflicción y dicha, a menudo teniendo lo uno y lo otro el mismo origen, las mismas causas, que producen éste o aquél efecto según las circunstancias y el momento.
        
Esa vida compleja, en la que está su todo finito, es la vida verdaderamente buena, humana. Tan insensato es pensar una vida sin dolor como otra en la que todo sea dolor. Ambas son construcciones mentales, entes de razón, lucubraciones irreales e indeseables. Se ha de afrontar el sufrimiento cuando llega igual que se ha de afrontar el placer cuando nos cae encima, con valentía, serenidad y perspicacia.
        
Vivimos el dolor, vivimos el no-dolor y vivimos el goce. Así realizamos la totalidad existencial de lo humano, que es plural, antinómica, enrevesada, a menudo incluso incomprensible e indecible.
        
Puesto que estamos obligados a conocer el dolor, y que huir de él además de imposible crea más dolor, nos mutila y deshumaniza, tenemos que saber por qué y cómo hacerlo.
        
El dolor nos construye como sujetos con fortaleza interior. Sufrir nos otorga fuerza, nos hace madurar, nos convierte en personas que han sabido penetrar en lo más recóndito de la existencia humana. El dolor propio nos reconcilia con los que sufren, nos hace comprensivos, compasivos, generosos. El dolor desautoriza esa forma frívola y superficial de existencia propia del credo hedonista y epicúreo, la única permitida bajo la dictadura de la modernidad.
        
Si la huida del dolor fuera, como sugiere Ibsen, una marcha hacia la perfección estaríamos en el mejor de los mundos, pues hoy casi todas las personas escapan, se evaden de él despavoridas, dado que el placer se ha convertido en una experiencia humana forzosa y obligatoria, en realidad en la única permitida por el Estado de bienestar y la sociedad de consumo. Pero lo que observamos en torno son seres ¿humanos? tan espantosamente devastados y degradados que podemos poner en duda, con fundamento, el dogma institucional sobre que el dolor degrada y el placer eleva…
        
Escoger el dolor evitable es un modo de prepararnos para el dolor inevitable, aquél que nos corresponde por el mero hecho de ser y existir. Pero, sobre todo, vivir el sufrimiento de forma deseada y consciente nos hace fuertes, construye nuestra voluntad, eleva nuestra sensibilidad y afina nuestra inteligencia, del mismo modo que el placer sistemático nos hace marionetas sin volición propia, zoquetes sin sensibilidad y brutos carentes de cerebro. Eso es verdadero porque eso es lo observable.
        
El invierno proporciona posibilidades sencillas y cotidianas de vivir el displacer a través de la admisión voluntaria del frio. Tengo un amigo, P., que se ducha todas las mañanas con agua fría, en el patio de su casa, a veces rompiendo el hielo del cubo. Es este un acto lleno de épica y heroísmo, que admiro profundamente. Con prácticas como esa iremos paso a paso recuperando nuestra condición de seres humanos, dejando de ser simples piltrafas y detritus que los poderes constituidos manejan a su antojo.
        
Los filósofos cínicos y estoicos, y también los ascetas cristianos, exhortan a recibir el frio con ánimo esforzado y combatiente, a andar descalzos por la nieve, a privarse de lo que es agradable y a realizar lo que resulta desagradable, para domeñar la voluntad, hacerse aptos para servir a las grandes causas y a sus semejantes, arrinconando la pereza, que nos convierte en esclavos, y el egoísmo, que nos torna subhumanos.
        
Sin aceptación de lo desagradable y no-placentero no puede haber ni generosidad, ni magnanimidad, ni servicio a los otros. No es posible sujetos de calidad. No puede haber, sencillamente, amor. Sin personas de calidad ni amor no es hacedera la revolución integral.
        
Ciertamente, cada cual ha de escoger de forma libre, responsable e informada su forma particular de ascetismo, pero mi criterio es que todas y todos hemos de cultivar algunas manifestaciones de aquél. Hacerlo proporciona una satisfacción interior que ninguna variedad de pereza y comodonería dan, porque nos hace sentirnos dueños de nosotros/as mismos, por tanto, capaces de grandes hazañas.
        
No hay autoconstrucción del sujeto, no hay revolución interior, no hay vida espiritual intensa sin un grado de ascetismo, de admisión del displacer, de busca voluntaria de lo incómodo, lo difícil, lo desagradable incluso. El invierno nos proporciona una fácil oportunidad de hacerlo, poniendo límites a la calefacción, no cargándonos de prendas de abrigo, aceptando que sufrir el frio, hasta donde resulte hacedero, es un bien.
        
Cada persona, se insiste en ello, ha de tener su ascética personal, como tiene su forma peculiar de hablar y comunicarse. Sin ascética propia es sin fortaleza interior, grandeza de espíritu ni vigor físico. El invierno es, en consecuencia, un momento para comenzar a auto-construirse en este decisivo ámbito.
        
La ideología del placer es la de los esclavos, la admisión del sufrimiento con sentido y significación la de las mujeres y hombres libres, que viven de pie y no tumbados y, por ello desmoronados, esto es, no vencidos y derrotados de antemano.
        
Hay que vencerse para vencer, y vencer por virtud.

Fuente:Esfuerzo y Servicio

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