viernes, 21 de febrero de 2014

Visiones de la filosofía estatal en el anarquismo contemporáneo

Como continuación del texto anterior, repasamos en esta algunas de las visiones del anarquismo contemporáneo sobre el estatismo; ya hemos visto que el pensamiento ácrata realiza una distinción radical entre sociedad y Estado. La sociedad sería para los anarquistas una realidad natural, para nada consecuencia de un pacto o de un contracto tal y como sostienen ciertas visiones políticas en la modernidad.

aEl Estado vendría ser una degradación de esa realidad natural, ya que supone una jerarquización social y una división entre gobernantes y gobernados1 . Frente a otras ideología socialistas que contemplan el Estado como una consecuencia del poder económico, los anarquistas van allá y consideran que ambos poderes, el político y el económico, se complementan y es necesario acabar con ambos en beneficio de una verdadera revolución social.  El principal ataque de los anarquistas se produce contra el Estado, por representar la máxima concentración de poder, aunque se observa también como un organismo que representa los intereses de ciertos individuos y ciertas clases2 .
El socialismo, tal y como lo entiende el anarquismo, es decir, dar libre curso a la vida social, choca de frente en primera instancia con el Estado y con su aparato represivo. El Estado, no solo es fruto de una voluntad de poder por parte de una minoría, también supone la enajenación de las personas de la gestión política. Tal y como lo define Rudolf Rocker el Estado es "un mecanismo artificial, impuesto de arriba a abajo", que impide la evolución orgánica de la sociedad y la paraliza. El anarquismo, por lo tanto, observa la institución estatal de una manera muy amplia, con sus propio dinamismo e intereses, no solo de tipo político y económico, también de índole moral. Así, para Gustav Landauer, representa también unas relaciones, comportamientos y formas de ser que conforman las costumbres de las personas a nivel individual y colectivo; aunque solo en las dictaduras se muestra en su verdadera naturaleza, el objetivo del Estado es impedir las relaciones libres de las que surgen las reflexiones e iniciativas de los seres humanos. Para la visión anarquista, solo fuera del Estado puede la sociedad reconstruirse y gestionar la vida pública y los asuntos económicos a través de una estructura flexible y federalista3 .
Una obra de capital importancia en la historia del anarquismo es Nacionalismo y cultura, de Rudolf Rocker.  En ella, se realiza un repaso histórico de lo que ha sido la voluntad de poder de los seres humanos incluida la aparición del Estado moderno. La división de la sociedad en clases es condición necesaria para la existencia del poder, por lo que se produce alguna forma de esclavitud humana. El privilegio necesita de la separación de los seres humanos en castas, estamentos y clases, y la tradición confirmará esa necesidad de manera permanente. Desgraciadamente, tantos movimientos que se enfrentaron en origen a una clase dirigente, no tardaron demasiado en erigir una nueva casta privilegiada que ejecutara los nuevos planes. Desde la Antigüedad, como es el caso de la República de Platón, toda concepción del Estado se basa en la división de clases. Naturalmente, es necesario crear también las condiciones síquicas en el individuo para que aceptara ese rol que la sociedad le tiene asignado, por lo que se crearon toda suerte de engaños relacionados con el destino y la Providencia. Por supuesto, la idea de Estado va unida a la de unidad nacional, por lo que se fomentó la separación con el resto de los pueblos y una supuesta superioridad frente a todo extranjero. Hay que tener en cuenta esta concepción del poder como un órgano creador, que parte de Platón y Aristóteles, y que llega hasta nuestros días; su idea del Estado se basa en mistificaciones y hay siempre que recordar que necesita de una oligarquía, así como de súbditos y de esclavos4 .

El Estado no es para nada creador, más bien al contrario, se encuentra incluso subordinado a sus súbditos para poder subsistir. La creencia que se ha fomentado es que es el poder el que fomenta el proceso cultural, cuando hay que verlo más bien al revés, como un feroz obstáculo a todo desenvolvimiento cultural. En este sentido, hay que ver poder y cultura como conceptos antagónicos, la fuerza del primero es siempre a costa de la debilidad de la segunda. No es posible crear una cultura por decreto, ya que está originada y  desarrollada de manera espontánea, por las necesidades de los seres humanos y gracias a su cooperación social. (en este último subrayado, difiero un poco, creo que es precisamente a la creación de una cultura -deshumanizante, violenta, egoista, individualista, cruel, sumisa, apática, timorata e ignorante- que hemos estado asistiendo durante por lo menos los último 50 o 60 años, si no es que mucho más...Koan) Los Estados se sirven, precisamente, de los logros sociales para sus aspiraciones de dominio. Sin embargo, con sus intenciones uniformadoras, consiguen finalmente petrificar el proceso cultural. Se producirá una lucha interna en la sociedad, entre las pretensiones políticas y económicas de dominio de los privilegiados y las manifestaciones culturales del pueblo, dos fuerzas que llevan vías muy diferentes. La unidad solo será posible por la coacción externa y gracias al sometimiento de todo tipo, lo cual supondrá solo una aparente armonía5.

Toda forma cultural, si es auténticamente grande y no está obstaculizada por el poder político, lleva en su interior una permanente energía renovadora de su impulso creador, lo que podemos definir como un continuo intento de perfeccionarse. Muy al contrario, el poder es infecundo y destructor al tratar de constreñir mediante la ley todos los fenómenos de la vida social. La cultura es sinónimo de voluntad creadora, el ímpetu que existe en cada hombre de manifestarse y de realizarse, frente a un poder que no tolera más que aquello que le favorece. Es una permanente tensión entre dos tendencias contrapuestas, siendo una representante de la minoritaria clase privilegiada y otra de las exigencias de la comunidad, mediante la cual se constituye una nueva relación entre poder (Estado) y cultura (sociedad). Esa lucha entre dos fuerzas antagónicas tiene como resultado lo que entendemos como Derecho y Constitución, inclinándose hacia un lado o hacia otro según predomine en la sociedad, bien el poder, bien la cultura. Podemos distinguir entre derecho natural, propio de una comunidad de libres e iguales, y derecho positivo, desarrollada ya en una sociedad estructurada como Estado y reflejo del privilegio y la división de clases. Por lo tanto, las leyes pueden tener una doble fuente, los viejos hábitos y costumbres convertidos en fórmula, los derechos de las clases privilegiadas convertidos en carácter legal. Si en los antiguos regímenes despóticos esa dualidad no se mostraba con claridad, sí lo hace en el Estado moderno en el que la comunidad participa, más o menos, en la elaboración del derecho. Desgraciadamente, la lucha por el derecho se ha convertido casi siempre en la lucha por el poder, de tal manera que los revolucionarios de ayer se convierten en los reaccionarios de hoy. El mal no se encuentra en la forma de poder, sino en el poder mismo6 .

Rocker utiliza el término poder como sinónimo de dominio sociopolítico y propone un origen y desarrollo para el mismo. Sin embargo, el anarquismo contemporáneo admite que la existencia de poder es inherente a la sociedad y que lo rechazable es la tendencia a su concentración en pocas manos; tal fenómeno puede describirse como una delegación en el que los individuos y grupos sociales ceden su potestad para determinadas tareas y se origina así el poder político que llamamos Estado7 . El Estado es para el anarquismo un paradigma de estructuración jerárquica de la sociedad basado en la delegación antes mencionado o, dicho de otra forma, en la expropiación que efectúa una parte de la sociedad sobre la capacidad global de la comunidad para "definir modos de relación, normas, costumbres, códigos, instituciones, capacidad que hemos llamado simbólico-instituyente y que es lo propio, lo que define y constituye el nivel humano de integración social"8 . El principio de Estado incluye, como es lógico, la dominación junto a la obediencia, la estructura jerárquica antes mencionada; la filosofía política moderna contempla este principio de manera incuestionable, convirtiéndose en la teoría dominante, siendo la única excepción el anarquismo. El Estado moderno, entendido como unidad y como unificador de la totalidad del espacio político de la sociedad, adquiere su verdadera condición cuando no necesita recurrir a la fuerza para hacerse reconocer; así, el Estado no tiene ya una condición tiránica, sino que es una entidad abstracta basada en una racionalidad instrumental y encuadrada en la ley y el derecho. La perspectiva anarquista de Colombo nos propone que el Estado no es reducible al conjunto de sus aparatos (gobierno, Administración, ejército, policía, escuela…), sino que exige la asunción de ese paradigma de dominación y obediencia por parte del mundo social y político9. Entroncamos así con visiones del anarquismo clásico, como demuestran las palabras de Landauer: "El Estado es un condición, una cierta relación entre los seres humanos, un modo de comportamiento entre los hombres". Sin temor a generalizar, la visión anarquista contemporánea observa el Estado como una forma histórica concreta del poder político, al igual que también existieron otros paradigmas: la jefatura sin poder de algunas sociedades "primitivas", la ciudad griega o el imperio romano; la propuesta ácrata de una sociedad sin Estado, sin dominación política, es una conquista para el futuro.

Bookchin señalaba también lo preocupante de la omnipresencia del Estado, no tanto en el sentido totalitario, como aludiendo a un carácter típico de la condición humana que había adquirido en la actualidad10 . El Estado, junto a los modernos medios de información, el desarrollo tecnológico y la sociedad industrial, habrían acabado con el mundo social y político descentralizado, que al menos en el pasado habría convivido junto a la dominación política. La visión anarquista, apoyada en la sociología y en la sicología, también ha insistido en lo nocivo del Estado para las relaciones humanas; el poder político y la división entre clases conducirían a la enajenación y a la desconfianza con toda una atmósfera social en la que se alimenta el sexismo, el racismo y todo tipo de intolerancias. Así, entre las diversas consecuencias que genera la institución estatal, la visión ácrata distingue al menos seis: subyuga al conjunto de la sociedad; restringe, física y sociológicamente, la libertad de los individuos; expropia la potestad del grupo social; distorsiona la personalidad, tanto de dominadores como de dominados; mina la armonía en las relaciones humanas, y genera una cultura de dependencia11.

Notas:
1.- Ángel Cappelletti, La ideología anarquista (Ediciones en movimiento, Bogotá 2004).
2.- Ibídem.
3. René Furth, Formas y tendencias del anarquismo (Editorial Nordan-Comunidad, Montevideo 1970).
4.- Rudolf Rocker, Nacionalismo y cultura (Reconstruir)
5.- Ibídem.
6.- Ibídem.
7.- Ángel Cappelletti… op. cit.
8.- Eduardo Colombo, El espacio político de la anarquía (Editorial Nordan-Comunidad, Montevideo 2000).
9.- Ibídem.
10.- Murray Bookchin, Noam Chomsky, Herbert Read, Colin Ward, John P. Clark, Ángel J. Cappelletti, El anarquismo y los problemas contemporáneos (Ediciones Madre Tierra, Madrid 1992).
11.- J.W. Barchfield, Estatismo y revolución anarquista (Fundación Anselmo Lorenzo, Madrid 2003).


Capi Vidal
http://reflexionesdesdeanarres.blogspot.com.es/

El Estado y el anarquismo moderno

El Estado ha sido objeto de reflexión filosófica en la mayoría de los grandes pensadores de la historia de la humanidad. Con la llegada el anarquismo moderno, se producirá una crítica radical al poder político, que repasamos de forma somera en el pensamiento de algunos de los grandes pensadores ácratas.

aTal vez desde Platón, se ha intentado definir la esencia y la misión del Estado con respecto al individuo y a la sociedad. En la Antigüedad, la discusión sobre esta instancia política se refería a la mejor organización de la sociedad, ya que se trataba de un caso particular del problema más general de la justicia; en los escritos platónicos y aristotélicos se recogen los temas que ya habían puesto en circulación los sofistas, se habla del Estado como la mejor forma de articulación de los individuos y de las clases para realizar la justicia, dando a cada uno lo que de derecho le pertenece. Platón y Aristóteles se opusieron a algunos sofistas, los cuales consideraban que el Estado no se fundaba en la justicia, sino en el interés del más fuerte. En esos sofistas, podemos encontrar antecedentes de las teorías modernas del maquiavelismo, del contrato social o incluso del totalitarismo: el Estado se halla ligado básicamente al poder1 .
En la Antigua Grecia, se discutió ampliamente sobre la mejor "constitución política", es decir sobre los diferentes tipos de Estado (timocracia, oligarquía, democracia, aristocracia, tiranía...) y tanto Platón como Aristóteles trataron de hallar el fundamento de la legitimidad del poder en el Estado, en un tipo de constitución que estuviera igualmente distante de la anarquía y de la oligarquía. El gobierno de unos pocos no era necesariamente oligárquico, ya que no está fundado en los intereses particulares de una minoría sino en los del Estado (entendiendo éste como articulación en aras de la justicia)2 .
En la Edad Media, se estableció el conflicto entre la supremacía del Estado o de la Iglesia. El primero se entendería como una comunidad temporal e histórica y la segunda como una comunidad espiritual que se halla en la historia, pero que trasciende de ella. San Agustín y Santo Tomás de Aquino subordinaron el Estado a la Iglesia y lo entendieron bien como algo negativo bien como una comunidad temporal que debía ser guiada por la propia Iglesia. En el Renacimiento, habrá un cambio radical con una fuerte reacción contra el predominio de la Iglesia y se producirá la conformación de los Estados nacionales. Pensadores como Maquiavelo exigirán una separación total entre Estado e Iglesia. Se desprende así al Estado de su fundamento divino y se le inserta definitivamente en la temporalidad y en la historia. De esta manera, surgen las primeras concepciones sobre el Estado ideal, como Utopía de Moro o La Ciudad del Sol de Campanella, que recogen la tradición platónica al intentar diseñar una organización política donde sea posibles la paz y la justicia3 .Durante los siglos XVII y XVIII, nace y predomina la teoría contractualista, según la cual el Estado nace de un pacto entre los hombres, bien para evitar el aniquilamiento mutuo (Hobbes) bien como sometimiento a la voluntad general (Rousseau). Spinoza tendrá una teoría paralela, según la cual el Estado es una comunidad de hombres libres, un garante de la libertad. El Estado se va configurando como un equilibrio, tanto de los distintos grupos religiosos como de las clases. En la Ilustración, existirá la doctrina del "despotismo ilustrado", en la que el Estado es capaz de conducir a los hombres por el camino de la razón frente al oscurantismo y la superstición del pasado. La filosofía romántica que se desarrolla en Alemania al hilo de los nacionalismos y de las tradiciones tiende a identificar nación con Estado. Para Hegel, el Estado será el lugar donde el espíritu objetivo, vencida la oposición entre familia y sociedad civil, llegue a realizarse plenamente; es un precedente de lo que serán posteriormente los Estados totalitarios. El que rige el Estado debe ser, según la teoría romántica, el representante del "espíritu del pueblo" o "espíritu nacional", el que cumple los fines objetivos planteados por este espíritu4 .
El análisis anarquista empieza a finales del siglo XVIII con Godwin, el cual denuncia el contrato social que conduce a la autonomía de la instancia política y somete la razón individual a la razón de Estado. Puede decirse que el Estado, su resultante histórico, como conjunto o cuerpo institucional, posee las características de constituirse como unidad del espacio político, de identificarse con la ley y de expresarse por medio de la prohibición y de la sanción. Así, tal vez el Estado moderno comienza a existir cuando tiene la capacidad de hacerse reconocer sin necesidad de recurrir a la fuerza ni a su amenaza.

Proudhon, como primer pensador abiertamente anarquista, se mostrará muy beligerante con el Estado; aunque admite su necesidad en el pasado, el futuro solo puede suponer su extinción. El autor de ¿Qué es la propiedad?, en la línea de Saint-Simon considerará al Estado una entidad abstracta; solo la sociedad es un conjunto concreto de trabajo y producción, por lo que solo puede trabajarse por la disolución estatal. Max Weber dijo "El Estado es el monopolio legítimo de la fuerza", pero el ciudadano no ha legitimado tal cosa, por lo que se encuentra en su derecho al rechazarla5 .

En la misma línea, Bakunin considera el Estado una abstracción destructiva donde se inmola el individuo y la sociedad; como es sabido, el principio de la autoridad terrenal para Bakunin se origina en la autoridad metafísica, por lo que el Estado solo puede ser definido como el hermano menor de la Iglesia. Así, la fuerza vital de la sociedad queda anulada por el Estado; no importa la distinta naturaleza o legitimidad del Estado, incluso aquella que apela a su creación por la voluntad libre y consciente de los hombres, en todos los casos domina a la sociedad y tiende a absorberla por completo. El Estado es para Bakunin la negación de la libertad, incluso el democrático, ya que en ese caso es el pretexto de la voluntad colectiva la que oprime a cada individuo concreto6 .Está claro que el Estado, para la visión anarquista desde sus orígenes, supone la imposibilidad de que la sociedad se base en la cooperación entre iguales; se trata de una institución que trata siempre de someter a la sociedad bajo su tutela y arbitrio. Puede decirse que cuanto mayor poder tenga el Estado, menos tiene la sociedad y viceversa. Kropotkin considera que el Estado supone la más peligrosa concentración de poder en la sociedad y el mayor enemigo de las clases oprimidas; como es sabido, el autor de El apoyo mutuo se esforzó en poner ciencia y teoría al servicio de la praxis revolucionaria, por lo que no pudo dejar de analizar la génesis y el desarrollo de la institución estatal y merece la pena que nos detengamos en su visión. En una conferencia, pronunciada en 1897 y publicada dos años más tarde, como ampliación del prólogo realizado en 1892 para el folleto de Bakunin La Comuna y la noción de Estado, llamada El Estado. Su rol histórico, rechaza en primer lugar la identificación que tantos autores han realizado entre sociedad y Estado. Sin embargo, Kropotkin tampoco identifica necesariamente el Estado con el gobierno, ya que aquel supone, no solo la colocación de un poder por encima de la sociedad, también "una concentración territorial y una concentración de muchas funciones de la vida de las sociedades entre las manos de algunos (o hasta de todos)". Comprendido esto, se explica por qué Kropotkin gusta de aquellos modelos históricos (la polis griega, la comuna medieval..) en los cuales no estaba eliminado el poder, sino diluido y minimizado gracias a la Asamblea Popular; la existencia de una red de vínculos horizontales, por una parte, en una unidad territorial y la concertación de lazos federativos, por la otra. El paradigma del Estado procede para Kropotkin de la antigua Roma, ya que de ella procedía todo: la vida económica, el ejército, las relaciones judiciales, los magistrados, los gobernadores, los dioses... Todo el imperio reproducía en cada región la centralización procedente del Senado y, posteriormente, el poder omnipotente del César7 .
Puede decirse que para la concepción histórica de Kropotkin, la historia de la humanidad se divide en dos opciones: la imperialista o romana y la federalista o libertaria. Sin embargo, para comprender la naturaleza y evolución del Estado, es preciso abordar en primer lugar el gran problema del origen de la sociedad humana. Kropotkin no dejaba de reconocer que la teoría del contrato social había servido como importante arma para acabar con la monarquía de derecho divino; a pesar de ello, rechazó todo idea contractualista. Frente a todo estado humano previo a la sociedad, Kropotkin recoge la herencia aristotélica al considerar al hombre un "animal social" y a la sociedad humana como una realidad primaria, no como un derivado de una asociación basada en una supuesta asociación libre. El hombre, al igual que la mayoría de los animales, ha vivido siempre en sociedad, tal y como Kropotkin trata de demostrar en El apoyo mutuo; el desarrollo del intelecto se habría producido en las especies más sociables. El hombre no ha creado la sociedad, sino que nace ya en ella; el punto de partida de la sociedad sería el clan y la tribu en los primitivos, de los cuales se habría hecho un conveniente retrato de pueblos feroces y sanguinarios, pero el estudio de su vida comunitaria demuestra lo contrario. Kropotkin observa en aquellas sociedades primitivas una emergente moralidad tribal y una serie de instituciones; aunque existían directores y guías, tales como el hechicero o e el experto en las tradiciones de la tribu, tales cargos eran solo temporales y no permanentes, ya que habrían sido creados para una tarea muy concreta8 . Tal y como recogerán antropólogos posteriores a Kropotkin, así como los estudios contemporáneos de Pierre Clastres, en aquellas sociedades no existía alianza entre el hechicero y el jefe militar, por lo que no había entonces una forma de Estado9 .

Es en el siglo XVI, cuando los modernos bárbaros, los auténticos para Kropotkin, comienzan a destruir la civilización del medievo: sujetan al individuo eliminando sus libertades, le obligan a olvidar las uniones basadas en la libre iniciativa y en la libre inteligencia, y se ponen como objetivo nivelar la sociedad entera en una misma sumisión ante un dueño (Estado y/o Iglesia). Para Kropotkin, los modernos bárbaros son los que dan lugar al Estado: la triple alianza del jefe militar, el juez romano y el sacerdote. El inicio de la moderna nación/Estado está en la incapacidad de las ciudades libres para liberar a los campesinos del feudalismo, así como el fin de las pólis griegas tiene su origen en la persistencia de la esclavitud. En el siglo XII, los futuros reyes no eran más que jefes de pequeños grupos de bandoleros y vagabundos, los cuales se acabarían imponiendo con habilidad y usando la fuerza y el dinero; recibieron el apoyo de una Iglesia, siempre amante del poder. En el siglo XVI, y salvo algunas resistencias en las que Kropotkin sigue viendo la lucha de clases y el afán de una sociedad libre y comunista, el europeo que unos siglos antes era libre, federalista y no buscaba remedios en la autoridad se convierte en todo lo contrario bajo la doble influencia del legista romano y del canonista. Así nace la institución estatal para Kropotkin en oposición a la historiografía liberal y universitaria, la cual presenta el Estado moderno como una obra del espíritu unificadora de lo disperso y conciliadora de los antagonismos existentes en la sociedad medieval. Por el contrario, para Kropotkin, se acaba con una servidumbre para reconstituirla nuevamente bajo múltiples formas nuevas, así como se inaugura una igualdad que solo quiera la sumisión al Estado; en el siglo XVIII, al menos la mitad de las tierras comunales pasarán al clero y la nobleza para un siglo después consumarse la propiedad en manos privadas10 .

Como es sabido, Kropotkin y los anarquistas denunciarán que esta evolución estatista, así como la educación que preconiza, ha llevado a que incluso los que se denominan socialistas y revolucionarios vean en el proceso un progreso hacia la igualdad y la modernidad; todos los recursos de nuestra civilización, la ciencia y la sicología incluidas, se colocaron al lado de ese ideal centralizador y autoritario. Fiel a su criterio biológico y evolucionista, Kropotkin considera que el Estado se desarrolló gracias a la función que tuvo que desempeñar de aplastar toda comunidad de hombres libres e iguales, por lo que no puede esperarse nada diferente de él. En oposición a Marx, considera que el Estado no funciona mal porque esté gestionado por burgueses o capitalistas, sino que es lo que es por su génesis y desarrollo histórico, por lo que no puede ser nunca una palanca de emancipación social.
De una forma más pragmática y sencilla, Malatesta recordaba en primer lugar que la palabra Estado significaba para los anarquistas prácticamente lo mismo que gobierno: es lo que quiera expresarse cuando se habla de "…la abolición de toda organización política fundada en la autoridad y de la constitución de una sociedad de hombres libres e iguales, fundada sobre la armonía de los intereses y el concurso voluntario de todos, a fin de satisfacer las necesidades sociales". No obstante, Malatesta también señalaba, huyendo de todo tecnicismo filosófico y político, que tantas veces quería equipararse los términos de Estado y sociedad, cuando se aludía a una colectividad humana reunida en un territorio determinado; es por esto que los adversarios del anarquismo, confundiendo a propósito Estado y sociedad, consideran que los ácratas desean la ruptura con todo vínculo social11 .
Otra confusión estriba en cuando se entiende el Estado como la administración suprema de un país, es decir, un poder central distinto del provincial o del municipal, y se aboga por la descentralización territorial; en este caso, el principio gubernamental puede quedar intacto, por lo que no hablamos obviamente de una sociedad anarquista. De un modo mucho más genérico, como "estado", también es sinónimo de régimen social", Malatesta consideraba que era bueno era referirse mejor en el anarquismo a una sociedad sin gobierno, entendido éste como una élite de gobernantes; ésta, está constituida por  aquellos que poseen la facultad, en mayor o en menor medida, de servirse de la fuerza colectiva de la sociedad (física, intelectual o económica) para obligar a todo el mundo a hacer lo que favorece sus designios particulares. Así, expresado de un modo muy sencillo por Malatesta lo que se rechaza en el anarquismo es el principio de gobierno, que es lo mismo que el principio de autoridad.

Capi Vidal
http://reflexionesdesdeanarres.blogspot.com.es/
Notas:
1.- José Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía (Alianza, Madrid 1980).
2.- Ibídem.
3.- Ibídem.
4.- Ibídem.
5.- Víctor García, El pensamiento de P. J. Proudhon (Editores Mexicanos Unidos, México D.F. 1981).
6.- Mijail A. Bakunin, Escritos de filosofía política (Ediciones Altaya, Madrid 1994).
7.- Piotr Kropotkin, El Estado y su papel histórico (Fundación Anselmo Lorenzo, Madrid 2001).
8.- Ibídem.
9.- Pierre Clastres, La sociedad contra el Estado (Virus, Barcelona 2010).
10.- Piotr Kropotkin, El Estado y su papel histórico… op. cit.
11.- Errico Malatesta, Escritos (Fundación Anselmo Lorenzo, Madrid 2000).

Neofascismo en las aulas I

Cabeza libroNota del autor: En mi experiencia de estudiante, cuando cursaba el nivel medio superior, escribí el siguiente texto para una docente de matemáticas del Colegio de Bachilleres 3, egresada de la carrera de ingeniería, de mentalidad hermética, adversa y ordinaria. Teniendo en cuenta que se negó a dialogar conmigo sobre su método de enseñanza, al considerar que no estaba a su nivel y que, además, ella sólo podía hablar con matemáticos e ingenieros, y que yo sólo era un estudiante mediocre de bachilleres. Pero, por otro lado, en un lapsus, dijo que yo ya tenía otra formación diferente a la de ella. Posteriormente, al saber de mi texto, se negó a recibirlo y me prohibió, sin saber de su contenido, que se lo leyera a mis compañeros. Semejante contradicción, entonces, anuló la posibilidad de establecer un diálogo constructivo y crítico entre ambos (Darío Cruz Jaramillo).

¿Por qué soy tan extraño y tan rebelde, enemistándome con los profesores y distanciándome de los otros jóvenes? Fíjate en los alumnos buenos y en los que no salen de su medianía, cómo ellos no encuentran cómicos a los profesores, no hacen versos y únicamente piensan en cosas en las que todo el mundo piensa y de las que se puede hablar en voz alta. ¡Cuán ordenados y cuán conformes con todo y con todos deben sentirse! Esto debe ser bueno… Pero, ¿qué me pasa a mí, y a dónde iré a parar con todo esto?Thomas Mann, Tonio Kröger

La palabra fascismo designa un movimiento y doctrina política y social, creada por Benito Mussolini en Italia. Dicha doctrina, en esencia, anula la esfera personal de la vida, suprime las libertades individuales, rechaza la democracia, militariza el aparato estatal y la vida social, exalta el nacionalismo y propugna un belicismo esencial. Tiene como lema; “todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, y nada en contra del Estado”.

Lo anterior, desde mi punto de vista, no es más que un reflejo caricaturesco de lo que sucede en el salón de clases, pues, el modelo educativo tradicional simboliza el Estado como un ente abstracto enajenado y enajenante. De modo que he reflexionado acerca del método de enseñanza, y de su arquetipo fascistoide que, desde luego, considero represivo e inhumano.

Comienzo mi texto enunciando la alienación de las relaciones interpersonales en el salón de clases, en las que no se es uno con los otros, en las que no se asume de algún modo la tarea más insoslayable e importante: la empresa de ser persona, y en las que uno solo no puede ser plenamente persona si los otros no son también; terreno infértil -por improductivo- donde no se establece ningún tipo de relación personal, debido a que no hay una relación estrecha desde el núcleo mismo de la existencia humana. Posteriormente, aludo a los síntomas modernos de la enajenación burocrática que, en algunos casos, suele eliminar la iniciativa y la expresión creativa en las aulas. Y, por último, abordo el conformismo y el temor a ser diferente, en esta nuestra época de masas alienadas en el trabajo, en el consumo y en la búsqueda de estatus.

No me imagino (y no quiero imaginar) el número de estudiantes que han sido instruidos en ese modelo educativo tradicional, en el que permea la ignorancia, la sumisión y los prejuicios. Modelo en el que el estudiante más bien debería ser una pieza clave de un sistema de vida democrático, fundado en el mejoramiento social y cultural de los estudiantes.

Modelo donde se tienda a desarrollar armónicamente las facultades del ser humano, se contribuya a regular la convivencia, el aprecio por la dignidad de la persona, el interés general que se debe dar a todos los estudiantes, y un lugar en el que exista la fraternidad e igualdad de derechos de toda la comunidad estudiantil. En cambio, el lugar común del modelo tradicional, es imponer un método de enseñanza despersonalizado al no considerar la personalidad, las preguntas y las necesidades de los educandos.

A continuación, si aceptáramos que no existe el yo sin el , que no existe más que con la existencia de los otros, de modo que los otros y yo, yo y los otros nos realizamos en la mutua relación al abrir nuestro yo, ¿cuándo soy yo? cuando otro me nombra, si nadie nos nombra no somos nada, de esta manera, al sustituir el “pienso luego soy” que enunciaba Descartes, por “soy nombrado, luego soy”, el método de enseñanza tradicionalmente rígido y represivo, no permite la interacción y la relación recíproca –necesaria- para que la persona, en este caso el estudiante, pueda ser él mismo.

Al estudiante, el modelo tradicional, no lo respeta como individuo, lo vuelve un ser aislado al controlarlo mediante la intimidación, el acallamiento, si éste decide ejercer el libre uso de la palabra. Tampoco se produce la emergencia del yo, porque no hay una correspondencia de aquello que no soy yo, es decir, de su yo absoluto que no permite la posición de igualdad, ya que el modelo demuestra hostilidad si un estudiante pide que se le aclare alguna duda.

Su yo grande de maestros contra nuestro yo pequeño de estudiantes, hace que con su comportamiento haga el aprendizaje difícil e imposible y, además, inhiba el salto a la imaginación. “Es normal que todos los que se sienten frustrados en su expresión emocional y sensual y también amenazados en su existencia misma, experimenten como reacción un sentimiento de hostilidad” (Fromm, 1999:105).

Bajo este modelo, es indudable que, en el salón de clases, no existe una relación afectiva e interpersonal con el estudiante, pues se da un trato de seres autómatas y de excesivo paternalismo o maternalismo, confundiendo el afecto con el control de la conciencia del estudiante como persona. Porque pienso que el afecto se demuestra con los actos, más que con las palabras.

De hecho, los maestros (as) que se conforman con el modelo en ningún momento superan la separatividad, es decir, no trascienden su propio método al no tener un encuentro con nosotros los estudiantes. Tal parece que la educación que conservan no ha influido en su acción ética. Recordemos lo que dicen los filósofos humanistas como Sartre, Foucault, Lévinas: que el ser del hombre sólo se halla y se realiza en la vida social.

Asimismo, las maestras (os) que se conforman al modelo educativo tradicional, no establecen una relación auténticamente humana. Más bien sus relaciones interpersonales son de apatía porque se enfrentan insensiblemente con los estudiantes; son de indiferencia porque éstos no les importan realmente, aunque se pretenda que sí. Al modelo sólo le preocupa que el estudiante no cumpla con el trabajo en clase, así también que no aprenda a la velocidad requerida por los cursos.

¿De qué manera va a aprehender el estudiante y asimilar el conocimiento, sin que se atragante, con lo que quizá aprenda, mediocremente, en un semestre? Los maestros (as) de semejante modelo educativo, se limitan a lo que establece la norma y su camisa de fuerza curricular, a lo que les corresponde no como guías del conocimiento que fomente la libertad de expresión, sino como autoridades absolutas e incuestionables.

En la película Pink Floyd The Wall [1] dirigida por el británico Alan Parker, basada en el álbum de Pink Floyd de 1979 The Wall, no hay intercambio afectivo en el salón de clases, sólo hay rigidez, nerviosismo y agresividad. Película en la que también se demuestra el autoritarismo a ultranza, la enajenación del cuerpo social burgués, ególatra, entre otros lugares cubiertos de simbolismo (como la figura del muro que significa la represión, la exclusión de la sociedad), la insuficiente potencia que tiene el hombre libre de adaptarse a un estado de masas enajenante, bajo un régimen político fascista y uniforme. Síntoma de un poder patológico hitleriano que lleva consigo destrucción, caos, nomadismo, barbarie y muerte a una cultura o a un individuo que defiende su libertad de elegir, en un campo de batalla donde las personas cada vez construyen menos su propia personalidad.

Yo, realmente, quiero ser tratado, supongo que también mis compañeros y compañeras, como “alguien”, no como “algo”, como persona que tiene dignidad al ejercerla para su propia realización y desarrollo humano. Me pregunto ¿qué tan masoquistas somos al no quejarnos y someternos a las querencias sádicas de los maestros y de las maestras, al renunciar a nuestra integridad para convertirnos simplemente en sus instrumentos? Bajo el modelo tradicional, los maestros (as) condicionan e inhiben el pensamiento crítico, el espíritu de lucha (esencial) para la vida del hombre y su sobrevivencia. El miedo es un arma poderosa para dominar a los débiles y a los oprimidos.

De modo que tal modelo educativo crea una relación simbiótica frommiana de dependencia con nosotros,  en la que dicho modelo depende de nosotros  y nosotros de él. Dice Erich Fromm que un ser dominado necesita que otro lo domine, que el amor maduro significa unión a condición de preservar la propia integridad, la propia individualidad, que sólo existe el acto de amar cuando implica cuidar, conocer, responder, afirmar, gozar de una persona, de un árbol, de una pintura o de una idea. Que significa dar vida y aumentar nuestra vitalidad. El modelo tradicional que aplican algunos maestros (as) se aleja de estos conceptos básicos en el salón de clases.

¿Acaso no están conscientes, quienes llevan a cabo el modelo, de la juventud con su irracionalidad, su espontaneidad de ocasión, su a veces ser todo emotividad que lo hace un mero cúmulo de instintos? ¿Acaso no saben de su manera de hablar, de acuerdo a su edad, y de su estrato social, económico y cultural al que pertenecen? No sé cuánto tiempo tenga dando clases los maestros (as) que aplican este modelo tradicional, pero creo que no se han percatado de los estímulos externos de los jóvenes en un ambiente de hostilidad y represión.

Por ejemplo, en mi experiencia de estudiante, recuerdo haber visto cómo, y más de una vez, uno que otro alumno hacía una señal obscena con la mano levantando el dedo medio cuando la maestra de matemáticas escribía en el pizarrón, y a pesar nuestro, con gis azul, porque decía que “así se ve más bonito”, sin importarle que la luz que atravesaba por la ventana se proyectara en lo que escribía, quedando parcialmente difuso el plano cartesiano y el Teorema de Pitágoras flotando en un banco de bruma.

Es cierto, algunos alumnos, si no es que la mayoría, sólo tienen como medio de defensa su dedo y un montón de palabras obscenas que, por supuesto, no dirigen abiertamente. Por esta razón, los maestros (as) no gozan la enseñanza con nosotros, y nosotros no gozamos el aprendizaje con ellos (as). “No dan vida, no aumentan nuestra vitalidad”.





Notas

[1] Alan Parker, Pink Floyd The Wall, 1982. Guión de Roger Waters; con Bob Geldof, Chirstine Hargreaves, Eleanor David, Alex McAvoy, Bob Hoskins, Michael Ensign.

Fuente:Regeneración

El maquis anarquista

Hermoso e inspirador audio...

La ideología social del automóvil


 Escrito en 1973, este ensayo de Gorz sobre la desigualdad inherente al uso del automóvil y la forma en que degrada el espacio urbano es un clásico que no ha envejecido

El mayor defecto de los automóviles es que son como castillos o fincas a orillas del mar: bienes de lujo inventados para el placer exclusivo de una minoría muy rica, y que nunca estuvieron, en su concepción y naturaleza, destinados al pueblo. A diferencia de la aspiradora, la radio o la bicicleta, que conservan su valor de uso aun cuando todo el mundo posee una, el automóvil, como la finca a orillas del mar, no tiene ningún interés ni ofrece ningún beneficio salvo en la medida en que la masa no puede poseer uno. Así, tanto en su concepción como en su propósito original, el auto es un bien de lujo. Y el lujo, por definición, no se democratiza: si todo el mundo tiene acceso al lujo, nadie le saca provecho; por el contrario, todo el mundo estafa, usurpa y despoja a los otros y es estafado, usurpado y despojado por ellos.
Resulta bastante común admitir esto cuando se trata de fincas a la orilla del mar. Ningún demagogo ha osado todavía pretender que la democratización del derecho a las vacaciones supondría una finca con playa privada por cada familia francesa. Todos entienden que, si cada una de los trece o catorce millones de familias hiciera uso de diez metros de costa, se necesitarían 140,000 kilómetros de playa para que todo el mundo se diera por bien servido. Dar a cada quien su porción implicaría recortar las playas en tiras tan pequeñas –o acomodar las fincas tan cerca unas de otras– que su valor de uso se volvería nulo y desaparecería cualquier tipo de ventaja que pudieran tener sobre un complejo hotelero. En suma, la democratización del acceso a las playas no admite más que una solución: la solución colectivista. Y esta solución entra necesariamente en conflicto con el lujo de la playa privada, privilegio del que una pequeña minoría se apodera a expensas del resto.
Ahora bien, ¿por qué aquello que parece evidente en el caso de las playas no lo es en el caso de los transportes? Un automóvil, al igual que una finca con playa, ¿no ocupa acaso un espacio que escasea? ¿Acaso no priva a los otros que utilizan las calles (peatones, ciclistas, usuarios de tranvías o autobuses)? ¿No pierde acaso todo su valor de uso cuando todo el mundo utiliza el suyo? Y a pesar de esto hay muchos demagogos que afirman que cada familia tiene derecho a, por lo menos, un coche, y que recae en el “Estado” del que forma parte la responsabilidad de que todos puedan estacionarse cómodamente y circular a ciento cincuenta kilómetros por hora por las carreteras.
La monstruosidad de esta demagogia salta a la vista y, sin embargo, ni siquiera la izquierda la rechaza. ¿Por qué se trata al automóvil como vaca sagrada? ¿Por qué, a diferencia de otros bienes “privativos”, no se le reconoce como un lujo antisocial? La respuesta debe buscarse en los siguientes dos aspectos del automovilismo.

1. El automovilismo de masa materializa un triunfo absoluto de la ideología burguesa al nivel de la práctica cotidiana: funda y sustenta, en cada quien, la creencia ilusoria de que cada individuo puede prevalecer y beneficiarse a expensas de todos los demás. El egoísmo agresivo y cruel del conductor que, a cada minuto, asesina simbólicamente a “los demás”, a quienes ya no percibe más que como estorbos materiales y obstáculos que se interponen a su propia velocidad, ese egoísmo agresivo y competitivo es el advenimiento, gracias al automovilismo cotidiano, de una conducta universalmente burguesa. […]

2. El automovilismo ofrece el ejemplo contradictorio de un objeto de lujo desvalorizado por su propia difusión. Pero esta desvalorización práctica aún no ha causado su desvalorización ideológica: el mito del atractivo y las ventajas del auto persiste mientras que los transportes colectivos, si se expandieran, pondrían en evidencia una estridente superioridad. La persistencia de este mito se explica con facilidad: la generalización del automóvil individual ha excluido a los transportes colectivos, modificado el urbanismo y el hábitat y transferido al automóvil funciones que su propia difusión ha vuelto necesarias. Hará falta una revolución ideológica (“cultural”) para romper el círculo. Obviamente no debe esperarse que sea la clase dominante (de derecha o de izquierda) la que lo haga.
Observemos estos dos puntos con detenimiento.

Cuando se inventó el automóvil, este debía procurar a unos cuantos burgueses muy ricos un privilegio absolutamente inédito: el de circular mucho más rápido que los demás. Nadie hubiera podido imaginar eso hasta ese momento. La velocidad de todas las diligencias era esencialmente la misma, tanto para los ricos como para los pobres. La carreta del rico no iba más rápido que la del campesino, y los trenes transportaban a todo el mundo a la misma velocidad (no adoptaron velocidades distintas sino hasta que empezaron a competir con el automóvil y el avión). No había, hasta el cambio de siglo, una velocidad de desplazamiento para la élite y otra para el pueblo. El auto cambiaría esto: por primera vez extendía la diferencia de clases a la velocidad y al medio de transporte.
Este medio de transporte pareció en un principio inaccesible para la masa –era muy diferente de los medios ordinarios. No había comparación entre el automóvil y todo el resto: la carreta, el ferrocarril, la bicicleta o el carro tirado por caballos. Seres excepcionales se paseaban a bordo de un vehículo remolcado que pesaba por lo menos una tonelada y cuyos órganos mecánicos extremadamente complicados eran muy misteriosos y se ocultaban de nuestro campo de visión. Pues un aspecto importante del mito del automóvil es que por primera vez la gente montaba vehículos privados cuyos sistemas operativos le eran totalmente desconocidos y cuyo mantenimiento y alimentación había que confiar a especialistas.
La paradoja del automóvil estribaba en que parecía conferir a sus dueños una independencia sin límites, al permitirles desplazarse de acuerdo con la hora y los itinerarios de su elección y a una velocidad igual o superior que la del ferrocarril. Pero, en realidad, esta aparente autonomía tenía como contraparte una dependencia extrema. A diferencia del jinete, el carretero o el ciclista, el automovilista dependería de comerciantes y especialistas de la carburación, la lubrificación, el encendido y el intercambio de piezas estándar para alimentar el coche o reparar la menor avería. Al revés de los dueños anteriores de medios de locomoción, el automovilista establecería un vínculo de usuario y consumidor –y no de poseedor o maestro– con el vehículo del que era dueño. Dicho de otro modo, este vehículo lo obligaría a consumir y utilizar una cantidad de servicios comerciales y productos industriales que sólo terceros podrían procurarle. La aparente autonomía del propietario de un automóvil escondía una dependencia enorme.
Los magnates del petróleo fueron los primeros en darse cuenta del partido que se le podría sacar a una gran difusión del automóvil. Si se convencía al pueblo de circular en un auto a motor, se le podría vender la energía necesaria para su propulsión. Por primera vez en la historia los hombres dependerían, para su locomoción, de una fuente de energía comercial. Habría tantos clientes de la industria petrolera como automovilistas –y como por cada automovilista habría una familia, el pueblo entero sería cliente de los petroleros. La situación soñada por todo capitalista estaba a punto de convertirse en realidad: todos dependerían, para satisfacer sus necesidades cotidianas, de una mercancía cuyo monopolio sustentaría una sola industria.
Lo único que hacía falta era lograr que la población manejara automóviles. Apenas sería necesaria una poca de persuasión. Bastaría con bajar el precio del auto mediante la producción en masa y el montaje en cadena. La gente se apresuraría a comprar uno. Tanto se apresuró la gente que no se dio cuenta de que se le estaba manipulando. ¿Qué le prometía la industria automóvil? Esto: “Usted también, a partir de ahora, tendrá el privilegio de circular, como los ricos y los burgueses, más rápido que todo el mundo. En la sociedad del automóvil el privilegio de la élite está a su disposición.”
La gente se lanzó a comprar coches hasta que, al ver que la clase obrera también tenía acceso a ellos, advirtió con frustración que se le había engañado. Se le había prometido, a esta gente, un privilegio propio de la burguesía; esta gente se había endeudado y ahora resultaba que todo el mundo tenía acceso a los coches a un mismo tiempo. ¿Pero qué es un privilegio si todo el mundo tiene acceso a él? Es una trampa para tontos. Peor aún: pone a todos contra todos. Es una parálisis general causada por una riña general. Pues, cuando todo el mundo pretende circular a la velocidad privilegiada de los burgueses, el resultado es que todo se detiene y la velocidad del tráfico en la ciudad cae, tanto en Boston como en París, en Roma como en Londres, por debajo de la velocidad de la carroza; y en horas pico la velocidad promedio en las carreteras está por debajo de la velocidad de un ciclista.
Nada sirve. Ya se ha intentado todo. Cualquier medida termina empeorando la situación. Tanto si se aumentan las vías rápidas como si se incrementan las vías circulares o transversales, el número de carriles y los peajes, el resultado es siempre el mismo: cuantas más vías se ponen en funcionamiento, más coches las obstruyen y más paralizante se vuelve la congestión de la circulación urbana. Mientras haya ciudades, el problema seguirá sin tener solución. Por más ancha y rápida que sea una carretera, la velocidad con que los vehículos deban dejarla atrás para entrar en la ciudad no podrá ser mayor que la velocidad promedio de las calles de la ciudad. Puesto que en París esta velocidad es de diez a veinte kilómetros por hora según qué hora sea, no se podrá salir de las carreteras a más de diez o veinte kilómetros por hora.
Esto ocurre en todas las ciudades. Es imposible circular a más de un promedio de veinte kilómetros por hora en el entramado de calles, avenidas y bulevares entrecruzados que caracterizan a las ciudades tradicionales. La introducción de vehículos más rápidos irrumpe inevitablemente con el tráfico de una ciudad y causa embotellamientos y, finalmente, una parálisis absoluta.
Si el automóvil tiene que prevalecer, no queda más que una solución: suprimir las ciudades, es decir, expandirlas a lo largo de cientos de kilómetros, de vías monumentales, expandirlas a las afueras. Esto es lo que se ha hecho en Estados Unidos. Iván Illich resume el resultado en estas cifras estremecedoras: “El estadounidense tipo dedica más de 1,500 horas por año (es decir, 30 horas por semana, o cuatro horas por día, domingo incluido) a su coche: esto comprende las horas que pasa frente al volante, en marcha o detenido, las horas necesarias de trabajo para pagarlo y para pagar la gasolina, los neumáticos, los peajes, el seguro, las infracciones y los impuestos […] Este estadounidense necesita entonces 1,500 horas para recorrer (en un año) 10,000 kilómetros. Seis kilómetros le toman una hora. En los países que no cuentan con una industria de transportes, las personas se desplazan exactamente a esa velocidad caminando, con la ventaja adicional de que pueden ir adonde sea y no sólo a lo largo de calles de asfalto.”
Es cierto, añade Illich, que en los países no industrializados los desplazamientos no absorben más que de dos a ocho por ciento del tiempo social (lo cual corresponde a entre dos y seis horas por semana). Conclusión: el hombre que se desplaza a pie cubre tantos kilómetros en una hora dedicada al transporte como el hombre motorizado, pero dedica de cinco a seis veces menos de tiempo que este último. Moraleja: cuanto más difunde una sociedad estos vehículos rápidos, más tiempo dedican y pierden las personas en desplazarse. Pura matemática.
¿La razón? Acabamos de verla. Las ciudades y los pueblos se han convertido en infinitos suburbios de carretera, ya que esta era la única manera de evitar la congestión vehicular de los centros habitacionales. Pero esta solución tiene un reverso evidente: las personas pueden circular cómodamente sólo porque están lejos de todo. Para hacer un espacio al automóvil se han multiplicado las distancias. Se vive lejos del lugar de trabajo, lejos de la escuela, lejos del supermercado –lo cual exige un segundo automóvil para que “el ama de casa” pueda hacer las compras y llevar a los niños a la escuela. ¿Salir a pasear? Ni hablar. ¿Tener amigos? Para eso se tienen vecinos. El auto, a fin de cuentas, hace perder más tiempo que el que logra economizar y crea más distancias que las que consigue sortear. Por supuesto, puede uno ir al trabajo a cien kilómetros por hora. Pero esto es gracias a que uno vive a cincuenta kilómetros del trabajo y acepta perder media hora recorriendo los últimos diez. En pocas palabras: “Las personas trabajan durante una buena parte del día para pagar los desplazamientos necesarios para ir al trabajo” (Iván Illich).
Quizás esté pensando: “Al menos de esa manera puede uno escapar del infierno de la ciudad una vez que se acaba la jornada de trabajo.” “La ciudad” es percibida como “el infierno”; no se piensa más que en evadirla o en irse a vivir a la provincia mientras que, por generaciones enteras, la gran ciudad, objeto de fascinación, era el único lugar donde valía la pena vivir. ¿A qué se debe este giro? A una sola causa: el automóvil ha vuelto inhabitable la gran ciudad. La ha vuelto fétida, ruidosa, asfixiante, polvorienta, atascada al grado de que la gente ya no tiene ganas de salir por la noche. Puesto que los coches han matado a la ciudad, son necesarios coches aun más rápidos para escaparse hacia suburbios lejanos. Impecable circularidad: dennos más automóviles para huir de los estragos causados por los automóviles.
De objeto de lujo y símbolo de privilegio, el automóvil ha pasado a ser una necesidad vital. Hay que tener uno para poder huir del infierno citadino del automóvil. La industria capitalista ha ganado la partida: lo superfluo se ha vuelto necesario. Ya no hace falta convencer a la gente de que necesita un coche. Es un hecho incuestionable. Pueden surgir otras dudas cuando se observa la evasión motorizada a lo largo de los ejes de huida. Entre las ocho y las 9:30 de la mañana, entre las 5:30 y las siete de la tarde, los fines de semana, durante cinco o seis horas, los medios de evasión se extienden en procesiones a vuelta de rueda, a la velocidad (en el mejor de los casos) de un ciclista y en medio de una nube de gasolina con plomo. ¿Qué permanece de los beneficios del coche? ¿Qué queda cuando, inevitablemente, la velocidad máxima de la ruta se reduce a la del coche más lento?
Está bien: tras haber matado a la ciudad, el automóvil está matando al automóvil. Después de haber prometido a todo el mundo que iría más rápido, la industria automóvil desemboca en un resultado previsible. Todo el mundo debe ir más lento que el más lento de todos, a una velocidad determinada por las simples leyes de la dinámica de fluidos. Peor aún: tras haberse inventado para permitir a su dueño ir adonde quiera, a la hora y a la velocidad que quiera, el automóvil se vuelve, de entre todos los vehículos, el más esclavizante, aleatorio, imprevisible e incómodo. Aun cuando se prevea un margen extravagante de tiempo para salir, nunca puede saberse cuándo se encontrará uno con un embotellamiento. Se está tan inexorablemente pegado a la ruta (a la carretera) como el tren a sus vías. No puede uno detenerse impulsivamente y, al igual que en el tren, debe uno viajar a una velocidad decidida por alguien más. En suma, el coche no posee ninguna de las ventajas del tren pero sí todas sus desventajas, más algunas propias: vibración, espacio reducido, peligro de choque, el esfuerzo necesario para manejarlo.
Y sin embargo, dirá usted, la gente no utiliza el tren. ¡Pues claro! ¿Cómo podría utilizarlo? ¿Ha intentado usted ir de Boston a Nueva York en tren? ¿O de Ivry a Tréport? ¿O de Garches a Fontainebleau? ¿O de Colombes a L’Isle-Adam? ¿Ha intentado usted viajar, en verano, el sábado o el domingo? Pues bien, ¡hágalo! ¡Buena suerte! Podrá entonces constatar que el capitalismo-automóvil lo ha previsto todo: en el instante en que el coche estaba por matar al coche, hizo desaparecer las soluciones de repuesto. Así, el coche se volvió obligatorio. El Estado capitalista primero dejó que se degradaran y luego que se suprimieran las conexiones ferroviarias entre las ciudades y sus alrededores. Sólo se mantuvieron las conexiones interurbanas de gran velocidad que compiten con los transportes aéreos por su clientela burguesa. El tren aéreo, que hubiera podido acercar las costas normandas o los lagos de Morvan a los parisinos que gustan de irse de día de campo, no servirá más que para ganar quince minutos entre París y Pontoise y depositar en sus estaciones a más viajeros saturados de velocidad que los que los transportes urbanos podrían trasladar. ¡Eso sí que es progreso!
La verdad es que nadie tiene alternativa. No se es libre de tener o no un automóvil porque el universo suburbano está diseñado en función del coche y, cada vez más, también el universo urbano. Por ello, la solución revolucionaria ideal que consiste en eliminar el automóvil en beneficio de la bicicleta, el tranvía, el autobús o el taxi sin chofer ni siquiera es viable en las ciudades suburbanas como Los Ángeles, Detroit, Houston, Trappes o incluso Bruselas, construidas por y para el automóvil. Estas ciudades escindidas se extienden a lo largo de calles vacías en las que se alinean pabellones idénticos entre sí y donde el paisaje (el desierto) urbano significa: “Estas calles están hechas para conducir tan rápido como se pueda del trabajo a la casa y viceversa. Se pasa por aquí pero no se vive aquí. Al final del día de trabajo todos deben quedarse en casa, y quien se encuentre en la calle después de que caiga la noche será considerado sospechoso.” En algunas ciudades estadounidenses el acto de pasearse a pie de noche es considerado un delito.
Entonces, ¿hemos perdido la partida? No, pero la alternativa al automóvil deberá ser global. Para que la gente pueda renunciar a sus automóviles, no basta con ofrecerle medios de transporte colectivo más cómodos. Es necesario que la gente pueda prescindir del transporte al sentirse como en casa en sus barrios, dentro de su comunidad, dentro de su ciudad a escala humana y al disfrutar ir a pie de su trabajo a su domicilio –a pie o en bicicleta. Ningún medio de transporte rápido y de evasión compensará jamás el malestar de vivir en una ciudad inhabitable, de no estar en casa en ningún lugar, de pasar por allí sólo para trabajar o, por el contrario, para aislarse y dormir.
“La gente –escribe Illich– romperá las cadenas del transporte todopoderoso cuando vuelva a amar como un territorio suyo a su propia cuadra, y cuando dude acerca de alejarse muy a menudo.” Pero precisamente para poder amar el “territorio” será necesario que este sea habitable y no circulable, que el barrio o la comunidad vuelvan a ser el microcosmos, diseñado a partir y en función de todas las actividades humanas, en que la gente trabaja, vive, se relaja, aprende, comunica, y que maneja en conjunto como el lugar de su vida en común. Cuando alguien le preguntó cómo la gente pasaría su tiempo después de la revolución, cuando el derroche capitalista fuera abolido, Marcuse respondió: “Destruiremos las grandes ciudades y construiremos una nuevas. Eso nos mantendrá ocupados por un tiempo.”
Estas nuevas ciudades serán federaciones o comunidades (o vecindades) rodeadas de cinturones verdes cuyos ciudadanos –y especialmente los escolares– pasarán varias horas por semana cultivando productos frescos necesarios para sobrevivir. Para sus desplazamientos cotidianos dispondrán de una completa gama de medios de transporte adaptados a una ciudad mediana: bicicletas municipales, tranvías o trolebuses, taxis eléctricos sin chofer. Para viajes más largos al campo, así como para transportar a sus huéspedes, un conjunto de coches estará disponible en los estacionamientos del barrio. El automóvil habrá dejado de ser una necesidad. Todo cambiará. El mundo, la vida, la gente. Y esto no habrá ocurrido por arte de magia.
Mientras tanto, ¿qué se puede hacer para llegar a eso? Antes que nada, no plantear jamás el problema del transporte de manera aislada, siempre vincularlo al problema de la ciudad, de la división social del trabajo y de la compartimentación que esta ha introducido entre las diferentes dimensiones de la existencia. Un lugar para trabajar, otro para vivir, otro para abastecerse, otro para aprender, un último lugar para divertirse. El agenciamiento del espacio continúa la desintegración del hombre empezada por la división del trabajo en la fábrica. Corta al individuo en rodajas, corta su tiempo, su vida, en rebanadas separadas para que en cada una sea un consumidor pasivo a merced de los comerciantes, para que de este modo nunca se le ocurra que el trabajo, la cultura, la comunicación, el placer, la satisfacción de las necesidades y la vida personal puedan y deban ser una sola y misma cosa: una vida unificada, sostenida por el tejido social de la comunidad. ~


Le Sauvage, 1973. Tiempos Equívocos, La Teoría Crítica desde la Periferia. 

Traducción de María Lebedev. www.rosa-blindada.info



Extraído de http://metiendoruido.com

¿Temes a la bandera negra?

[Nota de El Libertario: el inglés Alan Moore (1953 - ) es, a decir de algunos críticos, el más grande autor en la historia de las historietas, con comics tan célebres como "V de Vendetta", "La Liga de los Caballeros Extraordinarios" y "Wachtmen", entre otros muchos títulos. Politicamente se declara anarquista, adscripción que expone con toda claridad en el texto que sigue.]

http://www.portaloaca.com/images/stories/pensamiento_libertario/flag.jpgLa palabra “Anarquía” trae un montón de equipaje consigo. Conjura imágenes de hombres embozados en capas y con sombreros de amplias alas anchas que sostienen bolas negras con mechas de sonido sibilante y la útil leyenda BOMBA pintada en color blanco en uno de los lados. Se ha convertido en una especie de lema permanente sobre la descomposición de la sociedad y su entrada en el caos chillón; uno de los paisajes de Hieronymus Bosch poblado de saqueadores, berserkers y gigantes calzados con barquichuelas y vestidos con cartones de huevos. En los tabloides de consumo masivo la anarquía ha sido condensada hasta convertirse en una versión ultra-violenta y demente de Spy vs. Spy [la tira de Mad], adaptada para la pantalla por Rasputin y Unabomber. Apenas les resulta una propuesta atractiva que les merezca la pena, y sin embargo, a lo largo de la historia, ha sido una causa que han abrazado nuestros pensadores más brillantes y humanos, y a la que han dedicado su vida, incluso renunciando a la misma, miles de incontables y valientes hombres y mujeres. Si Darwin llegó a ver la anarquía como la posición política más razonable durante los últimos años de su vida, ¿deberíamos descartarla como algo casual, ya sea porque nos parece un salvaje sueño utópico o porque creemos que es el billete de entrada hacia el caos más clamoroso? Antes de tirar la anarquía a la papelera de las ideas descartadas junto con la teoría de la Tierra Plana y las hipotecas al 110%, ¿acaso no deberíamos intentar encontrar el verdadero significado de la palabra?
Como tan a menudo suele ocurrir con las palabras, son los griegos los que definitivamente tienen una para el término, en este caso “anarchos”, que significa “sin gobernantes”. En un primer vistazo parece ser una noción que va directa al grano, aunque está repleta de ramificaciones cuya complejidad es algo que sólo se hace visible cuando se la examina más de cerca. Por ejemplo, si no hay gobernantes, todo el mundo será libre para actuar según su propio juicio en todos los asuntos que le competen, incluso en la propia forma de definir la anarquía. Como te podrás imaginar, esto ha llevado hasta una desconcertante profusión de subdivisiones, categorías y movimientos disidentes anarquistas, con puntos de vista radicalmente diferentes entre sí, por lo que no resulta insólito escuchar acepciones como: anarco-comunistas, anarquismo individualista, anarquistas verdes o sindicalismo anarquista, anarquía post-izquierda o feminista, anarquía insurrecionalista o pacifista. Y luego tenemos anarquía sin adjetivos, algo que suena completamente razonable, a pesar del hecho de que las palabras “sin adjetivos”, usadas aquí como frase descriptiva, interpreten en realidad todas las funciones propias de un adjetivo. Al encarar esta pasmosa maleza de diferentes cepas de la Anarquía, lo mejor será inclinarnos por retomar aquella primera y más sencilla definición: “sin gobernantes”, y ver hasta donde podemos llegar a partir de la misma.

Se podría argumentar que dicho estado de existencia sin líderes es el más natural, tanto en cuanto a especie como en cuanto a individuos. Los psicólogos infantiles nos informan que un niño recién nacido no puede decir dónde empieza y dónde acaba el Universo. El sonajero, los barrotes de la cuna y su madre puede que sean vistos como extensiones del mismo, no muy diferentes a los ondulantes brazos y piernas del bebé. Por lo tanto, cuando acabamos de salir del útero, en nuestro dominio no existe ni un sólo gobernante: nosotros somos nuestras propias deidades rosadas y arrugadas, donde todo lo que vemos, escuchamos y palpamos es el cosmos en su totalidad. Sólo es más tarde cuando, después de haber aprendido algunos rudimentarios conocimientos de la lengua, aprendemos a entender las jerarquías piramidales de autoridad y cuando conocemos el peldaño más inferior del sistema de mandatos en el que nos encontramos, rindiendo cuentas a nuestros padres, que a su vez también rinden cuentas a sus jefes y patrones, a sus policías y gobiernos. Presumiblemente los gobiernos rinden cuentas a la Reina o a Dios, o a alguien similarmente inaccesible o (probablemente) imaginario.

Aceptamos a regañadientes que ni siquiera somos átomos, sino tan sólo engranajes de una inmensa maquinaria social sobre la que ni nosotros ni ninguno de nuestros tatarabuelos hemos sido consultados durante su construcción. Y sin embargo, tan sólo por un momento, cuando estábamos en la cuna nuestra presunción natural ha sido la de que... ese juguete móvil del conejito se ha movido del modo que nosotros queríamos, que estábamos al cargo de nuestros destinos. Que estábamos al cargo de todo.

Lo mismo ocurrió cuando apareció nuestra especie, cuando vivíamos en unidades de familias tribales en nuestras chozas y cuevas gobernadas por nosotros mismos, no de una forma demasiado diferente a la de los rebaños y manadas que se encontraban separados, pero alrededor nuestro. Y si bien puede parecer que la tribu de personas o la manada de animales deberían estar dominadas por un patriarca, una matriarca, un macho alfa o un líder, ese no siempre fue el caso. Nuestras primeras investigaciones sobre el comportamiento animal se realizaron a base de carretadas de supuestos que estaban basados en nuestro propio comportamiento como seres humanos. Identificamos al líder la pandilla como al macho más grande que resuelve las disputas territoriales y selecciona a su chica entre las mujeres más dotadas, un improbable híbrido de John Wayne y Russell Brand que desde nuestra pespectiva humana hemos considerado oportuno imponer sobre las peculiaridades del comportamiento de los ciervos y de los lobos. Sólo ha sido hace poco cuando hemos empezado a aceptar que mientras el macho alfa bien podría haberse hecho cargo de todas las trifulcas, existían otros individuos que parecen haber tenido una importancia única para conseguir el bienestar del grupo. Quizá uno de ellos era un individuo que se dedicaba a buscar nuevos alimentos o tierras de pasto. Otra podría ser una anciana alrededor de la cuál el resto de los miembros de la manada o de la tribu se reunían de forma protectora al encarar un ataque. Parece que en la mayoría de las sociedades animales había varios cometidos y numerosos individuos que trabajaban cooperando para el bien común, sin necesidad de que ninguno de los componentes del grupo fuese percibido como un líder. Mientras que Charles Darwin pensaba que la ferocidad, y a veces la competición sangrienta, eran las fuerzas conductoras que guiaban la evolución, hay grandes evidencias que sugieren que la cooperación juega un papel similar (o incluso mayor) en la supervivencia del más apto, tal y como ocurre con los agradables y sexualmente enloquecidos chimpancés bonobo, que son uno de los primates que se encuentran entre nuestros antecesores más cercanos.

Mirándolo desde esta perspectiva, quizá la anarquía no parezca algo tan poco natural como lo que nos puede sugerir el hecho de que se nos asigne una autoridad impuesta y no consensuada. Si tomamos el ejemplo de cualquier grupo normal de seres humanos, algo como una familia o un grupo de amigos, excluyendo a los miembros de los Cripps o los Blood, ¿seguimos pensando que existe una persona específica que ejerce de líder? ¿Realmente ha vuelto a existir alguna vez la figura del cabeza de familia desde la época Eduardiana? Por lo general, en cualquier acuerdo semi-funcional existe un conjunto informal de pesos y contrapesos que mantienen el equilibrio, sin necesidad de que sea regulado por una tercera parte.

Bajo mi punto de vista, dicha cooperación entre individuos que no comparten la misma opinión, dicha habilidad para admitir y respetar que otros tienen el derecho absoluto de determinar como quieren que sean sus vidas, es algo totalmente necesario para conseguir cualquier forma de anarquía, con o sin adjetivos, y de que tengamos la oportunidad de trabajar de forma realista y sin adornos.
Además hace visible la aparente paradoja que se encuentra en el corazón de todo el asunto: lo que parece ser una licencia para hacer todo lo que queramos sin ninguna restricción externa, como decía la famosa consigna de Aleister Crowley “Haz lo que quieras”, algo que conlleva asumir la exigente tarea y la responsabilidad final de gobernarnos a nosotros mismos.

Definitivamente, la anarquía empieza en casa. La vida sin gobernantes como propuesta en firme implica que tenemos que imponernos nuestras propias normas, algo que no seremos capaces de lograr a menos que aceptemos y entendamos debidamente que nosotros, sólo como individuos y sólo como nosotros mismos, somos totalmente responsables de nuestras vidas y destinos. Una de las primeras cosas que trae consigo dicho entendimiento es la inquietante comprensión de que si nosotros somos nuestros propios líderes, no tendremos a nadie a quien echar la culpa y tampoco existirá ninguna excusa cuando hayamos fallado al intentar alcanzar las metas que nos habiamos propuesto. No podremos echarle la culpa de nuestras limitaciones a nuestros antecedentes, ni a nuestros padres o a la sociedad en general, porque directamente somos nosotros quienes nos hemos hecho cargo de la responsabilidad que conlleva nuestra existencia. No diremos con nostalgia que podríamos haber sido alguien especial si nuestra educación o situación financiera no nos hubiese frenado; o si no nos hubiésemos casado con ese hombre o esa mujer; o si no hubiésemos tenido esos niños en concreto. Si acabamos de decidir que nosotros somos los líderes de nuestra existencia, no podremos continuar interpretando en nuestras vidas el papel de víctima acosada e indefensa, porque somos las heroínas y héroes de la misma. Si estamos intentando ocultar nuestros defectos hay que decir que la libertad personal que supone la anarquía nos ofrece muy poca cobertura. Vivir nuestras vidas sin el amparo de una estructura social rígida y predeterminada, salir al exterior en mitad de la ventisca y sin protección, puede parecer una proposición aterradora y glacial. En realidad, muchos de nosotros solemos tomar la decisión de quedarnos en casa, soportando el tedio y las decepciones que conocemos en lugar de asumir el riesgo que supone dar un salto hacia la oscuridad. Por mucho que desemos más libertad en nuestras vidas, en nuestro corazón tenemos la sensación de que la libertad es algo que nos asusta, si no es algo que nos aterroriza.

Entonces, a la luz de todo lo anterior, ¿por qué debería alguien escoger el auto-gobierno y la anarquía? La carga de responsabilidad podría ser tan enorme, o incluso más aún, que si estuviese gobernando su propio país... porque después de todo, probablemente te importe más tu propio bienestar que lo que al gobierno le preocupa el bienestar de sus ciudadanos... por lo que, ¿cuál es la recompensa? Se podría decir que la verdadera recompensa se encuentra en la abrumadora sensación de liberación y fortalecimiento que te inunda cuando te declaras como ser humano autónomo y auto-determinado, manteniéndote desnudo bajo las estrellas, sin ningún temor en el centro de tu universo personal, mientras éste rota a tu alrededor en todo su esplendor, como ya ocurría antes de que aprendieses las reglas, o incluso antes de que aprendieses el lenguaje. Al aceptar tener en tus manos toda la responsabilidad sobre tu vida, dejarás de ser una víctima de la misma y empezarás a darte cuenta del poder que tienes sobre las circunstancias que te rodean, sin tratar de ejercer ningún poder sobre otros, sin intentar joder a nadie. Durante la vertiginosa carrera que te dará esa experiencia terminarás pensando que todo el mundo debería tener derecho a vivir de la misma forma, y es ahora, con este cambio de los códigos personales de comportamiento para llevar a cabo una política social que lo abarca todo, es ahora cuando empiezan a manifestarse los problemas más graves de la anarquía, algo que podremos ver claramente incluso al echar un breve vistazo sobre su Historia.

Las ideas anarquistas llevan entre nosotros desde la antigüedad. Las podemos encontrar en las declaraciones de los sabios taoístas de Oriente y en las obras de filósofos griegos como Diógenes o Zenón en algunos lugares más occidentales.

Sin embargo, el propio término "anarquista" no empezó a usarse en inglés hasta 1642, cuando, en las convulsiones provocadas por la Guerra Civil, fue usado como insulto por los monárquicos para describir a las variadas facciones que componían el Nuevo Ejército Modelo de Cromwell. No es hasta un siglo después, durante la Revolución Francesa, cuando nos encontramos a algunos de los Enragés que se oponían al gobierno revolucionario refiriéndose a sí mismos como anarquistas y usando dicha expresión de forma positiva. Además fue en el Siglo XVIII cuando William Godwin escribió su obra “Justicia Política”, defendiendo la libertad individual de acuerdo al juicio individual de cada uno o una, al mismo tiempo que se permite la misma libertad a otro individuo. En 1844, el libro del filósofo Max Stirner, “El Único y su Propiedad”, sugería que los individuos eran libres de hacer lo que estuviese físicamente en su poder, sin tener en cuenta a los demás, incluso llegando al asesinato. Más tarde, las teorías de Stirner se asociarían con el movimiento llamado Anarquismo Individualista, aunque Stirner nunca se definió como anarquista. El primer escritor que pudo hacerlo fue Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865). Proudhon propuso una forma de anarquía llamada “mutualismo”, que aunque estaba basada en la libertad de los individuos, supuso más bien un modelo para la forma en la que la sociedad podría funcionar si estuviese gobernada por principios anarquistas, siendo libre todo el mundo de trabajar en lo que realmente quisiera. Proudhon daba por hecho que esto podía llevar a lo que él llamaba un “orden espontáneo”, una vez que la gente se diese cuenta de todos los beneficios que supondría la cooperación mutua y la organización de los pueblos o ciudades a través de comunas, en donde cada zona estaría gobernada de forma local e independiente. Pero, ¿cómo se podría hacer realidad esta condición utópica?

A finales de 1800 y principios del Siglo XX se formularon una gran variedad de respuestas diferentes a dicha pregunta. El Anarquismo Colectivista, tal y como fue definido por Mijail Bakunin, se oponía a la propiedad privada, siendo incautadas las fábricas y las instituciones gubernamentales por medio de la revolución violenta y la colectivización. Probablemente los seguidores de Bakunin sean los que han contribuido en gran medida a la representación habitual de los anarquistas como maníacos lazadores de bombas, pero no se puede negar su inteligencia y perspicacia. Inicialmente Bakunin estaba entusiasmado con los objetivos de la Asociación Internacional de Trabajadores, más conocida normalmente como Primera Internacional, siendo Karl Marx el alma de la misma en la época. Las divisiones entre los dos hombres eran evidentemente obvias, debido a que, como predijo Bakunin, y como pudo verse más tarde con mucha precisión, la propuesta del partido marxista sería sencillamente tomar el lugar de las clases dirigentes contra las que habían luchado.

Por otra parte, Piotr Kropotkin, que también se oponía igualmente a la propiedad privada, sentía que ésta debería abolirse legalmente en lugar de adquirirse a través del derrocamiento sangriento, reorganizando a continuación la sociedad en federaciones de comunas locales auto-gobernadas. Así, el debate anarquista iba y venía según aparecían otras escuelas de pensamiento o subdivisiones que constantemente se encontraban enfrentadas, y no existía algún principio unificador salvo su aversión a la autoridad. Eso sí, dicha aversión fue suficiente como para unir a los anarquistas de cada cepa en contra del fascismo que emergió en Europa entre 1920 y 1930, muy notablemente durante la Guerra Civil española, cuando las milicias anarquistas lucharon bajo la bandera negra contra los ejércitos del general Franco. Su derrota final en 1939 fue en parte por culpa de los estalinistas que estaban allí supuestamente para ayudar en la contienda, ya que en su lugar persiguieron tanto a los anarquistas como a los marxistas disidentes que conformaban una gran parte de las fuerzas rebeldes. Como también predijo Mijail Bakunin hacía cuarenta años, más o menos la Revolución Rusa había estado funcionando antes de que Stalin se convirtiese en el nuevo Zar Rojo de la nación.

Por supuesto, las derrotas más famosas no deberían percibirse como prueba fehaciente de que la anarquía no funciona. La Cómuna de París, fundada en 1789 y mantenida bajo principios anarquistas, funcionó perfectamente hasta que fue sumprimida unos cinco meses más tarde por las fuerzas armadas de la Convención Nacional a través de una brutal masacre que mató a más gente común que los aristócratas que habían conocido su fin durante la Revolución, pero por alguna razón este hecho es uno de los que se suele hablar menos. Casi un siglo después, los hugonotes franceses, que habían establecido comunidades que se auto-abastecían y auto-gobernaban en el East End de Londres, fueron empujados a levantar una protesta contra la imposición de un paralizador impuesto que iba directamente en contra de su único medio de ingresos, para ser abatidos a continuación por las tropas armadas que habían estado acampando a la espera en los mismos famosos lugares que habían sido recorridos por Jack el Destripador: la zona de Christchurch, en Spitalfields.

Ambos ejemplos parecen indicar que la anarquía es factible y viable, pero además ilustran el hecho de que por lo general se intentará que sea eliminada de la existencia por la fuerzas de la autoridad que se oponen a ella allí donde haga su aparición. Y eso a pesar de que las teorías anarquistas hayan continuado desarrollándose y evolucionando hasta la actualidad, encontrándonos en vanguardia con teorías fascinantes como las Zonas Temporalmente Autónomas de Hakim Bey, y también a pesar de que todavía no se haya consensuado de forma clara cómo se podría llevar a cabo una sociedad anarquista. Si somos realistas tenemos que afrontar que no podemos esperarnos que nuestros gobernantes se queden sentados y permitan una doctrina que se deshará de lo que ellos mismos han establecido, ni tampoco podemos suponer que después de unos cuántos miles de años de contar con personas que nos dicen qué es lo que tenemos que hacer, muchos de nosotros seamos capaces de manejar una alternativa. Naturalmente, una gran mayoría de personas necesitan ser educadas hasta un punto en el que sean capaces de comandar sus propias vidas sin interferir en las del resto. Al igual que también resulta cristalino que uno de los intereses de cualquier Estado no es precisamente el de educar a su pueblo hasta un punto en el que puedan prescindir de él. En la actualidad Internet tiene el potencial para proporcionar los medios de llevar a cabo dicha educación, e incluso permitir la creación de moneda alternativa y sistemas de trueque como el del movimiento “Green Pound”, que por lo general suele surgir de forma intermitente en las áreas más desfavorecidas de Gran Bretaña y por medio del cuál, sobre todo las personas desempleadas, intercambian horas de trabajo como método para evitar la moneda oficial por completo. Pero incluso si pudiésemos aprovechar todas estas posibilidades de una forma aparentemente útil, ¿podría existir algún tipo de sociedad imaginable que permitiese dichas formas de auto-abastecimiento y autodeterminación, llegando a existir o a ser prácticas de una forma prolongada? Resumiendo: ¿cómo podemos llegar hasta allí desde aquí?

¿Dónde está el paso que obviamente necesitamos entre una existencia bajo el ala de gobiernos inútiles u opresivos en general y la existencia en un mundo de autodeterminación en el que la anarquía mantiene la esperanza? Incluso si pudiésemos imaginarnos dicha sociedad transicional benigna, ¿cómo podría ser la sociedad de la que cualquier anarquista querría formar parte, una sociedad que de alguna forma funcionase sin gobernantes?

Como ha sido Grecia la que nos ha ofrecido los orígenes de la palabra anarquía, lo mejor será investigar a los antiguos griegos para buscar una solución. En la ciudad-estado de Atenas el líder era elegido a través de un proceso llamado selección por sorteo, que básicamente es un tipo de gobierno a través de la lotería. En todas las decisiones que concernían al Estado se elegía a un jurado que era designado al azar entre todas las partes de la comunidad por medio de la votación o del sorteo. A continuación dicho jurado escuchaba con atención el debate informativo presentado por ambas partes de la discusión, al igual que hace un jurado actual en un caso judicial. Después se realizaba una votación sobre el tema tratado y el jurado era disuelto. Este sistema parece estar mucho más cerca de cumplir las condiciones que hay detrás de una verdadera democracia (que es lo mismo que decir el gobierno del pueblo) que la gestión llevada a cabo por nuestro actual modelo de gobierno, con un representante elegido en ciertas ocasiones. Y además, en gran medida es algo que estaría a prueba de corrupciones. Ningún grupo o corporación con intereses especiales podrían influir en el gobierno si nadie sabe quién va a gobernar hasta la próxima vez que se vayan a llevar a cabo unas elecciones. Tampoco sería muy probable que un juez votase un conjunto de privilegios especiales para un jurado, tales como la posibilidad de solicitar la devolución de los gastos que producen sus unicornios en el corral, cuando ellos mismos ya no serían miembros del jurado que pudiesen aprobar dichos beneficios. De hecho, el jurado estaría más interesado en votar a favor de las medidas que fuesen positivamente más beneficiosas para la multitud de la que volverían a formar parte inmediatamente después de la votación.

Obviamente habría que realizar enmiendas constitucionales enormes antes de abordar dicho enfoque, pero ¿tan impensables son dichas reformas constitucionales cuando las alternativas que tenemos son la inutilidad, la ineficacia, la revolución violenta o la opción de quedarnos simplemente sentados sin hacer nada mientras nuestros líderes (en su mayoría) no electos nos hacen bailar en guerras, recesiones desastrosas y la posible extinción de las especies, mientras demandan que les paguemos por servicios que nadie había solicitado?

Al eliminar de un plumazo los peores excesos y abusos que aparecen junto con el liderazgo, dicho enfoque ateniense al menos podría solucionar los problemas más difíciles que conlleva la anarquía, permitiendo una sociedad con una dirección clara y coherente que no tuviese que soportar gobernantes en ninguno de los sentidos convencionales del término. En tiempos que parecen desesperados a pesar de todos nuestros avances tecnológicos masivos, quizá debamos invitar a entrar a la anarquía desde el frío exterior y echar un vistazo cercano a aquellas ideas y posibilidades que este “coco” de negruzco sombrero nos oferta.


A.Moore

[Tomado originalmente de http://frog2000.blogspot.com/2014/02/teme-una-bandera-negra-por-alan-moore.html; con algunas correcciones de El Libertario a la traducción inicial.]

Fuente: http://periodicoellibertario.blogspot.com.es/2014/02/temes-la-bandera-negra.html