Todos conocemos el relato del origen del dinero.
Lo cuenta Adam Smith en La riqueza de las naciones: primero
intercambiábamos las cosas mediante trueque, cuatro gallinas por un
cerdo, tres cerdos por una vaca, tres vacas por dos caballos, un caballo
por mi reino, pero cuando la complejidad de lo social llegó a un
máximo, pasamos a la moneda para simplificar las transacciones.
Un cuento muy bonito, que aparece en cualquier tratado introductorio de economía hoy en día (Begg, Fischer, Dornbuch 2005, Maunder et al 1991, Parkin and King 1995, Stiglitz and Driffill 2000). Pero falsísimo: ningún etnógrafo hasta ahora ha podido confirmar el relato de Smith, sino justo el hecho contrario: el trueque como forma de intercambio habitual es virtualmente inexistente en todas las sociedades del mundo, desde las más pequeñas a las más postmodernas. El intercambio se produce normalmente vía mera reciprocidad (en sociedades más pequeñas), redistribución centralizada o vía mercado, pero nunca por trueque, que sólo ocurre en casos extremos de colapso social, como Argentina cuando el corralito, o en el contacto casual entre extraños de tribus diferentes (por ejemplo, el encuentro inicial de Colón con nativos?).
Una pequeña discordancia sin importancia, diría el crédulo. Pero esta anomalía, divorcio entre hecho y discurso, es en realidad totalmente fundamental en el relato de Adam Smith, porque de lo que se trata es de desvincular moneda y Estado, de considerar la invención de lo primero como algo previo y ajeno a la existencia de un gobierno, aunque la realidad histórica lo contradiga y atestigüe que desde la invención de la moneda en el primer milenio antes de Cristo por allá Anatolia, lo habitual es que el Estado acuñe moneda (o al menos ceda el monopolio de su producción) y luego cree el mercado. En el libro Deuda: Los primeros cinco mil años, el antropólogo libertario David Graeber (“líder” de Occupy Wall Street -¡!- según la editorial castellana -bravo) desmonta así el mito liberal del trueque, anomalía en forma de afirmación supuestamente científica sin base empírica con una particular agenda política. Casualidad? Lo dudo.
Nueva York, universidad de Columbia, hace un año. En clase de teoría de juegos, el profesor Morelli, más de dos metros y ciego, podría ser un personaje de David Lynch pero es brillante académico TOP de la economía política de uno de los mejores departamentos de economía del mundo nos describe el modelo matemático de la "Guerra de desgaste". Resulta que en este juego cada uno de los dos agentes racionales evalúa la utilidad propia y ajena de ganar la guerra en función del modelo. El que obtenga más provecho aguantará más tiempo el desgaste, así que lo lógico para el otro es entregar las armas ipso facto. Pues muy bien. Al terminar, un alumno pregunta: “así que, según la teoría de juegos, la guerra de desgaste nunca se juega“. Morelli asiente.
Pues vaya mierda la teoría de juegos, si uno tiene en cuenta la multitud de guerras de desgaste que ha habido a lo largo de la historia. La justificación habitual es que se trata de una idealización, una mera aproximación a la realidad empírica, como cuando los físicos ignoran la fricción del viento en las caídas y les sale casi el mismo número. Pero es que esta peculiar aproximación se queda tan lejos de la realidad como mi abuela de Manhattan. Otra casualidad? En absoluto. Resulta que, en otro juego, el del ultimátum (donde un jugador ofrece una partición de cien dólares y si el otro acepta los dos se quedan con lo decidido y si no pues nada y la puta al río), los chimpancés se comportan de un modo mucho más racional que los humanos, ya que éstos últimos demuestran tener un sentido innato de justicia; rechazando ofertas demasiado injustas y ofreciendo particiones demasiado justas – lo racional sería aceptar la oferta 99-1, porque un dólar es mejor que cero.
La enésima casualidad? Lo dudo mucho. Resulta que desde Samuelson en la década de los 1940 la ciencia económica se ha dedicado a construir complicados modelos matemáticos inaccesibles al lego, las conclusiones de los cuales dependen lógicamente de las premisas adoptadas pero es que esas premisas no tienen por qué tener nada que ver con la realidad empírica. Otro ejemplo. En un seminario de economía política, el hijo de Helenio Herrera, el Mago, nos describía su modelo teórico sobre turf wars (guerras de competencias entre agencias del gobierno). Todo muy bonito y consistente. El problema es cuando terminó de explicar las conclusiones del modelo: en ciencias naturales como la física o la biología, lo normal en ese momento es pasar a explicar los resultados experimentales y compararlos con la predicción teórica. En cambio, el hijo del Mago simplemente terminó la presentación, applause y hasta otro día. En esto consiste la teoría económica: ni premisas ni conclusiones son contrastadas experimentalmente con precisión.
Inquietante, ¿verdad? Desde un punto de vista popperiano (sí, el de la sociedad abierta y tal), la teoría económica sólo puede ser considerada una pseudociencia entre la parapsicología y la ufología de Iker Jiménez, no sólo por sus premisas habitualmente erróneas sino también por su metodología tramposa, que la convierte automáticamente en imposible de falsar. Como dijo el spendaholic Krugman, los economistas confundieron la belleza (de los modelos) por la verdad. Hasta Stiglitz, pope alternativo, construyó su modelo ganador del Nobel para justificar la existencia de desempleo en una economía sin salario mínimo usando el deus ex machina de que los trabajadores holgazaneaban en el trabajo (shirking), algo que no tiene base empírica [Schlefer 2012, The Assumptions Economists Make].
Ya que no hay confrontación experimental, muchos críticos han equiparado el model-building a un mero contar cuentos [Gibbard and Varian 1978, Klamer 1992, Colander 1995, McCloskey 1990, Morgan 2001, and Cowen 2007]. Klein y Romero [2007] examinan el prestigioso Journal of Economic Theory y encuentran que un 88% de los artículos no llega al nivel de ser considerado teoría. McCloskey, más radical, reduce la teoría económica a mera retórica: en ser convincente y persuasivo en los congresos, revistas académicas y demás encuentros sociales, que se convierten en un pulso para la hegemonía del discurso. Ormerod afirma que cada vez es más claro que el intento (iniciado por Samuelson en la posguerra) de hacer de la economía una ciencia exacta ha fracasado. Y esto que sólo nos hemos escarbado en la metodología.
Él era el célebre creador de la hipótesis de la eficiencia del mercado (EMH), que sostiene que como el mercado es siempre informativamente eficiente, los precios siempre indican el valor real y por lo tanto uno nunca puede enriquecerse a partir del mercado (ejem, claro, eso es la paradoja de Stiglitz), aunque hasta haya una fórmula matemática para hacerlo (Black-Scholes). La EMH, con la trickle-down economics, la mano invisible (en macro), la austeridad o la privatización conforman lo que Quiggin llama ideas zombies, que las matas y no importa que vuelven a por ti, porque son invulnerables a la evidencia empírica. En el fondo, todos estos modelos teóricos no son más que creencias supersticiosas frondosamente camufladas intelectualmente, pero supersticiones puras y duras al fin y al cabo.
Qué novedad, que el hombre sea un animal social. Nos constituimos en sujetos delante de los ojos de los otros y construimos sociedad, que es sobre todo interacción. No sólo sociedad, sino realidad en sí misma: es una hegemonía, un consenso resultado de una compleja lucha de tensiones. El liberal que se enfunda en el disfraz de Robinson Crusoe y reclama para sí una inexistente libertad en el vacío no sólo está exigiendo la imposible emancipación de la red social, sino también otra cosa: la posibilidad de vivir una realidad individual desconectada de la colectiva y consensuada – vivir en una realidad paralela. Es decir, que el liberalismo fuera enfermedad mental no era recurso estilístico, sino verdad de la buena.
Un cuento muy bonito, que aparece en cualquier tratado introductorio de economía hoy en día (Begg, Fischer, Dornbuch 2005, Maunder et al 1991, Parkin and King 1995, Stiglitz and Driffill 2000). Pero falsísimo: ningún etnógrafo hasta ahora ha podido confirmar el relato de Smith, sino justo el hecho contrario: el trueque como forma de intercambio habitual es virtualmente inexistente en todas las sociedades del mundo, desde las más pequeñas a las más postmodernas. El intercambio se produce normalmente vía mera reciprocidad (en sociedades más pequeñas), redistribución centralizada o vía mercado, pero nunca por trueque, que sólo ocurre en casos extremos de colapso social, como Argentina cuando el corralito, o en el contacto casual entre extraños de tribus diferentes (por ejemplo, el encuentro inicial de Colón con nativos?).
Una pequeña discordancia sin importancia, diría el crédulo. Pero esta anomalía, divorcio entre hecho y discurso, es en realidad totalmente fundamental en el relato de Adam Smith, porque de lo que se trata es de desvincular moneda y Estado, de considerar la invención de lo primero como algo previo y ajeno a la existencia de un gobierno, aunque la realidad histórica lo contradiga y atestigüe que desde la invención de la moneda en el primer milenio antes de Cristo por allá Anatolia, lo habitual es que el Estado acuñe moneda (o al menos ceda el monopolio de su producción) y luego cree el mercado. En el libro Deuda: Los primeros cinco mil años, el antropólogo libertario David Graeber (“líder” de Occupy Wall Street -¡!- según la editorial castellana -bravo) desmonta así el mito liberal del trueque, anomalía en forma de afirmación supuestamente científica sin base empírica con una particular agenda política. Casualidad? Lo dudo.
Nueva York, universidad de Columbia, hace un año. En clase de teoría de juegos, el profesor Morelli, más de dos metros y ciego, podría ser un personaje de David Lynch pero es brillante académico TOP de la economía política de uno de los mejores departamentos de economía del mundo nos describe el modelo matemático de la "Guerra de desgaste". Resulta que en este juego cada uno de los dos agentes racionales evalúa la utilidad propia y ajena de ganar la guerra en función del modelo. El que obtenga más provecho aguantará más tiempo el desgaste, así que lo lógico para el otro es entregar las armas ipso facto. Pues muy bien. Al terminar, un alumno pregunta: “así que, según la teoría de juegos, la guerra de desgaste nunca se juega“. Morelli asiente.
Pues vaya mierda la teoría de juegos, si uno tiene en cuenta la multitud de guerras de desgaste que ha habido a lo largo de la historia. La justificación habitual es que se trata de una idealización, una mera aproximación a la realidad empírica, como cuando los físicos ignoran la fricción del viento en las caídas y les sale casi el mismo número. Pero es que esta peculiar aproximación se queda tan lejos de la realidad como mi abuela de Manhattan. Otra casualidad? En absoluto. Resulta que, en otro juego, el del ultimátum (donde un jugador ofrece una partición de cien dólares y si el otro acepta los dos se quedan con lo decidido y si no pues nada y la puta al río), los chimpancés se comportan de un modo mucho más racional que los humanos, ya que éstos últimos demuestran tener un sentido innato de justicia; rechazando ofertas demasiado injustas y ofreciendo particiones demasiado justas – lo racional sería aceptar la oferta 99-1, porque un dólar es mejor que cero.
La enésima casualidad? Lo dudo mucho. Resulta que desde Samuelson en la década de los 1940 la ciencia económica se ha dedicado a construir complicados modelos matemáticos inaccesibles al lego, las conclusiones de los cuales dependen lógicamente de las premisas adoptadas pero es que esas premisas no tienen por qué tener nada que ver con la realidad empírica. Otro ejemplo. En un seminario de economía política, el hijo de Helenio Herrera, el Mago, nos describía su modelo teórico sobre turf wars (guerras de competencias entre agencias del gobierno). Todo muy bonito y consistente. El problema es cuando terminó de explicar las conclusiones del modelo: en ciencias naturales como la física o la biología, lo normal en ese momento es pasar a explicar los resultados experimentales y compararlos con la predicción teórica. En cambio, el hijo del Mago simplemente terminó la presentación, applause y hasta otro día. En esto consiste la teoría económica: ni premisas ni conclusiones son contrastadas experimentalmente con precisión.
Inquietante, ¿verdad? Desde un punto de vista popperiano (sí, el de la sociedad abierta y tal), la teoría económica sólo puede ser considerada una pseudociencia entre la parapsicología y la ufología de Iker Jiménez, no sólo por sus premisas habitualmente erróneas sino también por su metodología tramposa, que la convierte automáticamente en imposible de falsar. Como dijo el spendaholic Krugman, los economistas confundieron la belleza (de los modelos) por la verdad. Hasta Stiglitz, pope alternativo, construyó su modelo ganador del Nobel para justificar la existencia de desempleo en una economía sin salario mínimo usando el deus ex machina de que los trabajadores holgazaneaban en el trabajo (shirking), algo que no tiene base empírica [Schlefer 2012, The Assumptions Economists Make].
Ya que no hay confrontación experimental, muchos críticos han equiparado el model-building a un mero contar cuentos [Gibbard and Varian 1978, Klamer 1992, Colander 1995, McCloskey 1990, Morgan 2001, and Cowen 2007]. Klein y Romero [2007] examinan el prestigioso Journal of Economic Theory y encuentran que un 88% de los artículos no llega al nivel de ser considerado teoría. McCloskey, más radical, reduce la teoría económica a mera retórica: en ser convincente y persuasivo en los congresos, revistas académicas y demás encuentros sociales, que se convierten en un pulso para la hegemonía del discurso. Ormerod afirma que cada vez es más claro que el intento (iniciado por Samuelson en la posguerra) de hacer de la economía una ciencia exacta ha fracasado. Y esto que sólo nos hemos escarbado en la metodología.
“Ninguna teoría económica fue abandonada nunca porque fuera refutada por un test experimental econométrico.”Sino que además el test que la refuta se olvida con el tiempo, pero la teoría permanece (Minsky). Eso convierte la economía en la más sutilmente manipulable de las ciencias con fines ideológicos. Mantras mediáticos como que las pensiones son insostenibles, la salud pública es insostenible, la austeridad es necesaria para el crecimiento o mejor controlar la inflación que crear empleo no son más que OVNIs conceptuales a prueba de evidencias-bomba que parten de modelos matemáticos todos con origen en un paradigma teórico, el modelo DSGE de expectativas racionales, uno de sus máximos exponentes, premio Nobel, Eugene Fama, afirmaba tranquilamente (después de 2008) que eso de las burbujas económicas no existía, porque implicaría que los agentes económicos no son racionales. Ah. Pues vale. Si la realidad me desmiente la premisa, es que la realidad está equivocada.
Aris Spanos, econometrista, Statistical Foundations of Econometric Modeling
Él era el célebre creador de la hipótesis de la eficiencia del mercado (EMH), que sostiene que como el mercado es siempre informativamente eficiente, los precios siempre indican el valor real y por lo tanto uno nunca puede enriquecerse a partir del mercado (ejem, claro, eso es la paradoja de Stiglitz), aunque hasta haya una fórmula matemática para hacerlo (Black-Scholes). La EMH, con la trickle-down economics, la mano invisible (en macro), la austeridad o la privatización conforman lo que Quiggin llama ideas zombies, que las matas y no importa que vuelven a por ti, porque son invulnerables a la evidencia empírica. En el fondo, todos estos modelos teóricos no son más que creencias supersticiosas frondosamente camufladas intelectualmente, pero supersticiones puras y duras al fin y al cabo.
“Locura es hacer la misma cosa una y otra vez esperando obtener diferentes.” Albert EinsteinQuiggin lo llama económicas zombies, Einstein lo llama locura, Artur Mas lo llama seny, Rajoy responsabilidad y yo lo llamo enfermedad mental. En su base fundamental, ese gran timo de la historia que es la fenomenal entelequia del Homo Economicus, el ser racional que siempre maximiza su utilidad, un constructo histórico de Robinson Crusoe (que nace de los denodados esfuerzos de los liberales de conceptualizar lo que antes era mera avaricia como una noble empresa moral conducida por caballeros con monóculo; Hirschman) y un constructo social, como indican Callon, Granovetter, MacKenzie o Bourdieu. Pero es que la libertad de Robinson Crusoe, la de Hayek, Ayn Rand y Aguirre, la libertad en el vacío, está hecha de la misma materia que los OVNIs de Iker Jiménez, es puro humo: en una comunidad, cada interacción social es un juego de tensiones y tu libertad es mi represión, aunque eso pueda reducirse a un simpático si quedar a las 4 o 4 y media para un café. Una espada de doble filo, porque el derecho de unos es la coacción sobre otros: mi libertad de enriquecerme sin límite es la inmersión en la miseria para otros; la cruel imposición que sufro de pagar impuestos implica la libertad de otros para acceder a una sanidad de calidad; un techo a mis ambiciones y a mis sueños es la salud de mi abuela, etcétera.
Qué novedad, que el hombre sea un animal social. Nos constituimos en sujetos delante de los ojos de los otros y construimos sociedad, que es sobre todo interacción. No sólo sociedad, sino realidad en sí misma: es una hegemonía, un consenso resultado de una compleja lucha de tensiones. El liberal que se enfunda en el disfraz de Robinson Crusoe y reclama para sí una inexistente libertad en el vacío no sólo está exigiendo la imposible emancipación de la red social, sino también otra cosa: la posibilidad de vivir una realidad individual desconectada de la colectiva y consensuada – vivir en una realidad paralela. Es decir, que el liberalismo fuera enfermedad mental no era recurso estilístico, sino verdad de la buena.
En 1953, Milton Friedman publicaba un artículo que se haría famoso, The Methodology of Positive Economics, donde defendía que no importaba que las premisas de una teoría fueran realistas o no; lo que importaba eran sus predicciones (o que cace ratones, diría Deng Xiaoping). El
problema es que, con suficiente imaginación, uno puede inventar y
jugar con las premisas hasta dar con las conclusiones lógicas deseadas – es lo que se desprende de la tesis de Duhem-Quine
y no sólo pasa con la economía sino con toda ciencia: uno también puede
describir las trayectorias planetarias desde el paradigma ptolemaico
que pone la Tierra en el centro de todo -con complicados epiciclos- o
también se puede describir la física de partículas sin neutrinos, pero
se carga el principio de relatividad de Galileo. Pero estos intentos se
quedaron en eso, en meros intentos.
No sólo existe la crítica sobre el uso de las premisas, sino que una restricción meramente técnica como la falta de ordenadores con la que tratar las ingentes cantidades de datos que requiere el estudio de los sistemas complejos hacía que se priorizara, por necesidad práctica, la construcción de modelos teóricos sobre la econometría. Por lo que respecta a la metodología, se puede hablar de crisis del paradigma samuelsoniano de la ciencia económica – pero eso no quiere decir que no se pueda hacer ciencia. Lo que pasa es que uno pilla la sensación de que la antropología económica describe la realidad económica tal como es mientras que la ciencia económica, tal como debería ser (oséase, teniendo en cuentas tales premisas y tal).
O, dicho de otro modo, una utopía. Polanyi apunta bien en esto: el libre mercado -es decir, regido por interacciones impersonales con la única función de maximizar la utilidad individual- no puede convertirse en el mecanismo central que organice toda una sociedad, porque simplemente no está hecho para ello. Es su famoso double movement: la expansión del libre mercado implicará siempre una reacción en contra de la sociedad para protegerse de él, llámese fascismo, comunismo, socialdemocracia, altermundialismo o la PAH. En otras palabras, el liberalismo nos impone una visión idealizada y artificial del ser humano y de la sociedad, como si fuera cualquier otra ideología utópica, y no escapa por lo tanto de sus mismas problemáticas totalitarias: imponer la atomización social como quería Smith es algo que simplemente va contra natura, si es que existe la natura humana…
Sus mismas problemáticas totalitarias – un gravísimo cataclismo social: cuando Smith escribía sus textos, en ese momento en la misma Inglaterra muchos campesinos estaban siendo masivamente expulsados y expropiados de las tierras comunales que constituían su único medio de subsistencia con el fin de poderles dar un ‘uso eficiente’ por parte de la clase propietaria, es decir, el pastoreo de ovejas, la lana de las cuales era muy valorada en Flandes. Estos desterrados serían un grave problema para el relato triunfalista de la revolución industrial (a lo Leibniz, ese mejor de los mundos posibles) y tendrían que ser invisibilizados, disciplinados y domesticados para pasar a constituir la nueva clase obrera inglesa. Los discursos de los autores liberales y moralistas que Polanyi o Thompson describen tan bien, criticando el comportamiento poco eficiente y productivo del pobre culpable de su pobreza (cuando había sido expulsado de su tierra por la fuerza!), evocan inevitablemente relatos de corte estalinista sobre la necesidad de re-educación del personal, del cual tú y yo ahora mismo somos resultado – idéntico al coetáneo discurso orientalista sobre el sujeto colonial: son vagos, holgazanes y brutos que tienen que ser civilizados e iluminados por el pensamiento racional. Eso a nivel interno: a nivel externo, se sucedía el colonialismo y el genocidio negro – el esclavo y el obrero asalariado como dos reflejos de la misma cosa – el libre trabajo como algo esencialmente extraño al liberalismo.
Una pregunta válida, dado el historial de la cosa, sería hasta qué punto el mercado se asemeja al mundo idealizado de Smith que después parió los DSGE y la respuesta es un bueno-sin-pasarse. Resulta que en un mundo de Homo Economicus no hay empresas, porque los empleados se guían por el oportunismo egoísta (free-riding). Pero en realidad (la de la sociología económica, no presentemos como natural otra visión de la cosa) resulta que se coopera mucho más y las relaciones de negocios que se consideran que determinan el éxito de una empresa no son en absoluto impersonales (Granovetter), sino fundamentadas en la cercanía y la reciprocidad con los clientes y proveedores (Uzzi, Powell). Obviamente también existen las relaciones impersonales y maximizadoras, que además son más frecuentes en general, pero no son cruciales como se las pinta.
Así que al final resulta que en el mercado cooperamos con los que tenemos cerca y maximizamos con los que tenemos lejos: vaya, igualito que lo que los antropólogos siempre han llamado reciprocidad. O, como lo llama Graeber, comunismo, porque se basa en dar de modo altruista, sin esperar nada a cambio (teóricamente) aunque en la práctica es un quid pro quo, hoy por ti, mañana por mí (o por otro que sea miembro del grupo). Este ‘mañana por mí’ implica la obligación de reciprocar el favor hecho, es decir, una deuda – eso constituye la sabia misma de la sociedad humana: una tupida red de favores y obligaciones en la que todos estamos inmersos. En la línea de la antropología, lo interesante de Graeber es este esfuerzo de situar las relaciones económicas en su contexto tanto social como moral, precisamente contra el esfuerzo habitual de los teóricos liberales de presentar un tipo muy específico de ellas como natural, universal y absoluto.
En ese sentido, se presenta como una mera operación matemática en un libro de cuentas -el saldo acumulado después de tener más gastos que ingresos durante varios periodos- lo que en el fondo es una obligación social con toda su profundidad humana: reciprocar un favor pasado. No es que operemos siempre con la misma racionalidad económica: utilizamos diferentes en contextos sociales diversos. Graeber cuenta, con razón, que en los contextos altruistas-comunistas, como la familia o la amistad (o una estrecha relación política o de negocios…) las relaciones profundas y largas lo son precisamente porque se construyen como un intercambio continuo de favores, pero en el cual la deuda contraída nunca termina de ser cancelada – porque cancelar definitivamente la deuda equivale a terminar la relación.
En cambio, en una relación impersonal, una reciprocidad lejana, la deuda siempre es cancelada ipso facto (porque a ver cuándo te veo otra vez). Más que si mercado postmoderno o tribu primitiva, el factor determinante es la frecuencia de interacción con la persona en cuestión.
El relato de Graeber es un fascinante viaje histórico esencialmente descriptivo pero muy poco analítico, a través de los primeros-cinco-mil-años de deuda como concepto más social que económico: cómo el primer Estado arcaico, en Sumeria, más que funcionar según el relato lysenkiano de Smith, sí documentaba en tabletas de arcilla la totalidad de las deudas contraídas en toda su complejidad (¡por algo se inventó la escritura!), cómo, mucho más tarde, fueron los Estados griegos que financiaron sus mercenarios, de aventura imperial, con la invención de la moneda (y así forzando la creación de mercados en los territorios conquistados, ya que ésos tenían que pagar el tributo imperial en esa misma moneda con la que el mercenario recibía la paga y ¡alehop! círculo cerrado), cómo la historia es una alternancia entre periodos de paz basados en complejos sistemas de crédito (época preclásica y medieval) tejidos a través de redes estables de confianza, y periodos de guerra y destrucción regidos por el complejo militar-monetario-esclavo (época clásica/axial)… Hasta llegar a la Inglaterra de Smith.
De ese modo, la armonía que desprende el relato lysenkiano de Smith -la sociedad entera se beneficia de que cada uno maximice su propio interés- no concuerda en nada con la violencia inusitada que supuso la activa planificación y construcción del laissez faire en Inglaterra. Los mercados son instituciones y no brotan espontáneamente – son construidos por agentes particulares y por ello requieren necesitan justificación ideológica que los presente como universales y absolutos – ése es el rol de Smith, de toda la teoría económica, que es ‘performativa’ y en absoluto neutra (Callon, MacKenzie, Mitchell). Cuando alguien te viene y te propone actuar como absolutos extraños -reciprocidad lejana- porque eso en el fondo nos beneficiará a todos, duda: sólo está justificando que no tenga que responder ante ninguna obligación social y así pueda metértela doblada, porque claro, eso se supone que es teóricamente el mercado (aunque luego no sea así). A nivel global, parece que eso es el neoliberalismo, sembrador de burbujas económicas allá donde se instala: mientras unos recogen los frutos de su inversión, los otros se sumen en deudas crónicas.
No sólo existe la crítica sobre el uso de las premisas, sino que una restricción meramente técnica como la falta de ordenadores con la que tratar las ingentes cantidades de datos que requiere el estudio de los sistemas complejos hacía que se priorizara, por necesidad práctica, la construcción de modelos teóricos sobre la econometría. Por lo que respecta a la metodología, se puede hablar de crisis del paradigma samuelsoniano de la ciencia económica – pero eso no quiere decir que no se pueda hacer ciencia. Lo que pasa es que uno pilla la sensación de que la antropología económica describe la realidad económica tal como es mientras que la ciencia económica, tal como debería ser (oséase, teniendo en cuentas tales premisas y tal).
Xavier Sala-i-Martín: Es lo que los economistas llaman incentivos. Y los incentivos excesivamente igualitaristas, que es lo que quieren los socialistas, hacen que las cosas no funcionen. Por ejemplo, una pregunta para ti: ¿crees que es 1) eficiente y 2) justo que un profesor ponga notables a toda la clase?Curioso que XSiM saque este ejemplo siendo profesor de Columbia, porque en Columbia se puntúa casi siempre con A, porque se da por descontado el esfuerzo del alumno en una universidad tan prestigiosa. De todas estas abstractas premisas, la más problemática es precisamente la premisa madre, la del Homo Economicus, un ser individual y robinsoncrusoniano, con derechos por justicia natural, producto de la imaginación ilustrada y que opera al margen de las relaciones sociales. Como comenta Granovetter, Adam Smith ya postula que un requisito necesario para la competencia perfecta es la atomización social. La cuestión está en que la misma realidad se construye, a nivel epistemológico, en el juego de interacciones humanas – lo que llamamos realidad es un discurso consensuado sobre qué alucinaciones son compartidas y cuáles no – una alucinación se constituye socialmente como tal (como enfermedad mental) cuando se vive sólo individualmente, al margen del colectivo. Es por eso que el Homo Economicus es un enfermo mental.
Jotdown: Ni lo uno ni lo otro, evidentemente.
O, dicho de otro modo, una utopía. Polanyi apunta bien en esto: el libre mercado -es decir, regido por interacciones impersonales con la única función de maximizar la utilidad individual- no puede convertirse en el mecanismo central que organice toda una sociedad, porque simplemente no está hecho para ello. Es su famoso double movement: la expansión del libre mercado implicará siempre una reacción en contra de la sociedad para protegerse de él, llámese fascismo, comunismo, socialdemocracia, altermundialismo o la PAH. En otras palabras, el liberalismo nos impone una visión idealizada y artificial del ser humano y de la sociedad, como si fuera cualquier otra ideología utópica, y no escapa por lo tanto de sus mismas problemáticas totalitarias: imponer la atomización social como quería Smith es algo que simplemente va contra natura, si es que existe la natura humana…
Sus mismas problemáticas totalitarias – un gravísimo cataclismo social: cuando Smith escribía sus textos, en ese momento en la misma Inglaterra muchos campesinos estaban siendo masivamente expulsados y expropiados de las tierras comunales que constituían su único medio de subsistencia con el fin de poderles dar un ‘uso eficiente’ por parte de la clase propietaria, es decir, el pastoreo de ovejas, la lana de las cuales era muy valorada en Flandes. Estos desterrados serían un grave problema para el relato triunfalista de la revolución industrial (a lo Leibniz, ese mejor de los mundos posibles) y tendrían que ser invisibilizados, disciplinados y domesticados para pasar a constituir la nueva clase obrera inglesa. Los discursos de los autores liberales y moralistas que Polanyi o Thompson describen tan bien, criticando el comportamiento poco eficiente y productivo del pobre culpable de su pobreza (cuando había sido expulsado de su tierra por la fuerza!), evocan inevitablemente relatos de corte estalinista sobre la necesidad de re-educación del personal, del cual tú y yo ahora mismo somos resultado – idéntico al coetáneo discurso orientalista sobre el sujeto colonial: son vagos, holgazanes y brutos que tienen que ser civilizados e iluminados por el pensamiento racional. Eso a nivel interno: a nivel externo, se sucedía el colonialismo y el genocidio negro – el esclavo y el obrero asalariado como dos reflejos de la misma cosa – el libre trabajo como algo esencialmente extraño al liberalismo.
Una pregunta válida, dado el historial de la cosa, sería hasta qué punto el mercado se asemeja al mundo idealizado de Smith que después parió los DSGE y la respuesta es un bueno-sin-pasarse. Resulta que en un mundo de Homo Economicus no hay empresas, porque los empleados se guían por el oportunismo egoísta (free-riding). Pero en realidad (la de la sociología económica, no presentemos como natural otra visión de la cosa) resulta que se coopera mucho más y las relaciones de negocios que se consideran que determinan el éxito de una empresa no son en absoluto impersonales (Granovetter), sino fundamentadas en la cercanía y la reciprocidad con los clientes y proveedores (Uzzi, Powell). Obviamente también existen las relaciones impersonales y maximizadoras, que además son más frecuentes en general, pero no son cruciales como se las pinta.
Así que al final resulta que en el mercado cooperamos con los que tenemos cerca y maximizamos con los que tenemos lejos: vaya, igualito que lo que los antropólogos siempre han llamado reciprocidad. O, como lo llama Graeber, comunismo, porque se basa en dar de modo altruista, sin esperar nada a cambio (teóricamente) aunque en la práctica es un quid pro quo, hoy por ti, mañana por mí (o por otro que sea miembro del grupo). Este ‘mañana por mí’ implica la obligación de reciprocar el favor hecho, es decir, una deuda – eso constituye la sabia misma de la sociedad humana: una tupida red de favores y obligaciones en la que todos estamos inmersos. En la línea de la antropología, lo interesante de Graeber es este esfuerzo de situar las relaciones económicas en su contexto tanto social como moral, precisamente contra el esfuerzo habitual de los teóricos liberales de presentar un tipo muy específico de ellas como natural, universal y absoluto.
En ese sentido, se presenta como una mera operación matemática en un libro de cuentas -el saldo acumulado después de tener más gastos que ingresos durante varios periodos- lo que en el fondo es una obligación social con toda su profundidad humana: reciprocar un favor pasado. No es que operemos siempre con la misma racionalidad económica: utilizamos diferentes en contextos sociales diversos. Graeber cuenta, con razón, que en los contextos altruistas-comunistas, como la familia o la amistad (o una estrecha relación política o de negocios…) las relaciones profundas y largas lo son precisamente porque se construyen como un intercambio continuo de favores, pero en el cual la deuda contraída nunca termina de ser cancelada – porque cancelar definitivamente la deuda equivale a terminar la relación.
En cambio, en una relación impersonal, una reciprocidad lejana, la deuda siempre es cancelada ipso facto (porque a ver cuándo te veo otra vez). Más que si mercado postmoderno o tribu primitiva, el factor determinante es la frecuencia de interacción con la persona en cuestión.
El relato de Graeber es un fascinante viaje histórico esencialmente descriptivo pero muy poco analítico, a través de los primeros-cinco-mil-años de deuda como concepto más social que económico: cómo el primer Estado arcaico, en Sumeria, más que funcionar según el relato lysenkiano de Smith, sí documentaba en tabletas de arcilla la totalidad de las deudas contraídas en toda su complejidad (¡por algo se inventó la escritura!), cómo, mucho más tarde, fueron los Estados griegos que financiaron sus mercenarios, de aventura imperial, con la invención de la moneda (y así forzando la creación de mercados en los territorios conquistados, ya que ésos tenían que pagar el tributo imperial en esa misma moneda con la que el mercenario recibía la paga y ¡alehop! círculo cerrado), cómo la historia es una alternancia entre periodos de paz basados en complejos sistemas de crédito (época preclásica y medieval) tejidos a través de redes estables de confianza, y periodos de guerra y destrucción regidos por el complejo militar-monetario-esclavo (época clásica/axial)… Hasta llegar a la Inglaterra de Smith.
“No es de la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero de lo que esperamos nuestra cena, sino de sus miras al interés propio, y nunca les hablamos de nuestras necesidades sino de sus ventajas” – La Riqueza de las NacionesAl contrario, una vez más: como indica Graeber, el problema de Smith es que uno sí apelaba a la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero, porque se vivía a crédito -entendido como confianza interpersonal-, que era el fundamento de las economías locales de entonces. En ese momento, dos racionalidades convivían en la misma sociedad – el crédito en el comercio local, pero los impuestos tenían que ser pagados en metálico – impuestos para sufragar la deuda del Estado inglés, sumido en guerras endémicas, con los bancos. La moneda, primero oro y plata y luego papel, concebida como deuda del Estado y controlada por banqueros, gobierno y grandes mercaderes, constituía el medio de intercambio habitual en los edificios comerciales y de gobierno – y ésos no dudaron en usar las instituciones estatales, como la policía y las cárceles, para imponerla en toda la población y extraerle el máximo de su productividad, disciplinándola y domesticándola. La ideología liberal justificó todo ese proceso por mor de una eficiencia abstracta que iba a beneficiar tanto empleador como empleado – aunque luego eso no pasara y el aumento de productividad se la quedara tan sólo uno de los dos.
De ese modo, la armonía que desprende el relato lysenkiano de Smith -la sociedad entera se beneficia de que cada uno maximice su propio interés- no concuerda en nada con la violencia inusitada que supuso la activa planificación y construcción del laissez faire en Inglaterra. Los mercados son instituciones y no brotan espontáneamente – son construidos por agentes particulares y por ello requieren necesitan justificación ideológica que los presente como universales y absolutos – ése es el rol de Smith, de toda la teoría económica, que es ‘performativa’ y en absoluto neutra (Callon, MacKenzie, Mitchell). Cuando alguien te viene y te propone actuar como absolutos extraños -reciprocidad lejana- porque eso en el fondo nos beneficiará a todos, duda: sólo está justificando que no tenga que responder ante ninguna obligación social y así pueda metértela doblada, porque claro, eso se supone que es teóricamente el mercado (aunque luego no sea así). A nivel global, parece que eso es el neoliberalismo, sembrador de burbujas económicas allá donde se instala: mientras unos recogen los frutos de su inversión, los otros se sumen en deudas crónicas.
Como decíamos, la sociedad no es en absoluto ese horrible mundo
de robots y robinsons crusoe tal como lo pinta la economía neoclásica,
todavía anclada en anticuados conceptos de la Ilustración sobre el ser
humano: la racionalidad económica nunca opera en el vacío, sino
estrechamente acoplada en el marco particular de interacciones sociales.
La sociedad no es un etéreo colectivo de átomos de gas cada uno a su
bola, sino más bien algo mucho más líquido y viscoso y turbulento – la
sociedad como una tupida red de favores y obligaciones de reciprocarlo,
de una multitud calidoscópica de constantes quid pro quo – ahora
bien, qué pasa si alguien se dedica a manipular estratégicamente la
red de favores y obligaciones en beneficio propio, primero desinteresadamente dando favores a tutiplén y luego centralizando el flujo de obligaciones contraídas hacia sí?
Así emerge el Padrino siciliano en la segunda película y termina con un “le voy a hacer una oferta que no podrá rechazar” – la versión mafiosa del there is no alternative. Ésa es la esencia del poder, saber aprovecharse de la economía de escala en una red de favores centralizada, favores (o… capital a la Bourdieu) que luego son redistribuidos según el principio graeberiano de jerarquía: el Padrino o el gran jefe o la cienciología o el Estado o el banco o la Iglesia o la empresa capitalista, toda estructura de poder se basa en la redistribución de capital, en colocarse como intermediaria en los flujos de ese capital, no sólo económico, sino también político o social o ideológico o cultural y la redistribución no es de modo equitativo, claro está, que por algo existen. Los restos de los frutos de la economía de escala son las migajas con las que se contentan los que están debajo en la jerarquía – llamadlo Estado de bienestar, plan privado de pensiones, una subida del salario o una absolución del cura.
Lo interesante del relato de Graeber es, por lo tanto, demostrar el mantra antropológico de que la deuda es mucho más que una expresión financiera de tecnócratas en tiempos de crisis, sino una expresión cultural-social de confianza, que luego -y sólo luego- se puede matematizar con complejos argumentos lógicos – pero en su origen es y sólo es tan sólo una convención social. Igual que la moneda; como si fuéramos un mercenario griego, sólo aceptamos ese trozo de vil metal que ya no es oro porque sabemos que en otro sitio nos lo aceptarán a cambio de una cerveza. O aceptamos como salario ver simplemente que nuestro saldo en el banco ha subido mil enteros, porque sabemos que alguien aceptará restarnos otra cantidad a cambio de la compra en el súper. Al final, como dice Manu Chao, todo es mentira y de lo que se trata es, como Milton Friedman, de ser un padrino creativo e inventar buenos discursos -religiosos, políticos, económicos- que legitimen para toda la comunidad esa mentira que es la necesidad de contribuir a un bote común que otro -obviamente, siempre otro- regulará y redistribuirá (pero por nuestro bien). Pero no una necesidad meramente ética, algo que conviene y punto, sino algo de profundo significado cósmico, inevitable e inexorable – como un si no cumples arderás en el infierno o un there is no alternative.
La victoria del discurso del padrino es cuando el crédulo lo asume como ley natural y es entonces que deviene hegemonía. Las víctimas de los sacrificios humanos aztecas realmente creían que su muerte servía para que el sol siguiera su curso en el cielo y los mártires cristianos creían que su muerte anticipaba el reino de Dios. Pero dejaron de morir aztecas y cristianos y el sol no cayó – ni tampoco vino el reino de Dios. En ese mismo sentido, qué es el interés? Vendrá Sala i Martín y te dirá que es el precio de la moneda, coste de oportunidad, que es el riesgo de la inversión, etcétera. Pero mucho antes de que se teorizara eso de ese modo ya existían usureros – y prohibiciones de usura por el judaísmo, cristianismo e Islam. No porque Jesús leyera Le Monde Diplomatique, sino porque en ese contexto el interés era siempre el plus que pide libremente (o exige?) el rico usurero al campesino en apuros cuando ése pide libremente (o suplica?) un préstamo. Las religiones del libro prohíben así el interés porque en la Antigüedad uno caía esclavo no sólo por conquista, sino también por deudas y esas religiones eran, sobre todo, movimientos populares (o populistas?) que se alineaban por la emancipación de los esclavos. Así, el cristianismo surge en Europa en medio de una gigantesca crisis de deuda que se estaba llevando por delante a los ciudadanos libres del Imperio. Por algo que desde Mesopotamia que las protestas populares siempre pasaron por el demasiado familiar Cancelad las deudas y redistribuid la tierra. Antes la tierra, ahora el capital. Periódicamente, los reyes sumerios, por presión popular, tenían que declarar jubileos donde se rompían esas tablas de arcilla con todas las deudas inscritas y así liberar a los esclavos por deudas – hacer tabula rasa a la Fanon – se llamaban declaraciones de libertad.
Un momento. El Libro prohíbe la usura, cierto, excepto en una línea, Deuteronomio 23:19-20: “Podrás cobrar interés a un extranjero, pero a tu hermano no le cobrarás interés”. A un extraño, no un amigo, como si fuera mera reciprocidad: por esa misma razón el Banco Central Europeo presta a interés casi nulo a los bancos privados mientras se presta a altísimo interés a Grecia o España. Si deuda es una expresión de confianza social, el interés representa una asimetría en esa deuda y por lo tanto en el poder, como el rico usurero con el campesino en apuros de antaño o el BCE con los PIGS. Es otra cosa que después se camufle con palabras técnicas pilladas de la Biblia o de The General Theory of Employment, Interest and Money. El libre mercado ya funcionó en el mundo árabe sin interés y, ciertamente, de un modo mucho más libre que el anglosajón. A diferencia del mundo islámico, si el BCE presta a interés casi-nulo a los bancos privados, es porque sabe que la sociedad hará todo lo posible (austeridad y recortes y rescates: usar al Estado, aunque la sociedad no quiera) para que estos bancos puedan devolver esos créditos. Si Estados Unidos puede imprimir tanta moneda como quiera, como querría Krugman, es porque es el Imperio y puede hacer un default cuando le dé la gana y los otros países tendrán que aceptar, como con Nixon en 1971. Parece que el default es un privilegio.
Como decían los rusos, todo lo que nos habían contado sobre el comunismo era mentira, pero todo lo que nos habían contado sobre el capitalismo era verdad.
El liberalismo era eso. Su escándalo secreto, que nunca se ha organizado básicamente en torno al trabajo libre: ése ha sido siempre el privilegio de una minoría hipercualificada. Pero, ¿dónde está esa masa trabajadora de esclavos, siervos, inmigrantes sin papeles, campesinos sin tierra, debt peons y jornaleros que han levantado los grandes monumentos de la historia? Desde cuándo se puede considerar un free agent aquél que lo único que puede vender es el trabajo de su cuerpo? El trabajador libre es una entelequia anarquista, al igual que el mercado libre: Adam Smith tenía que prohibir la cooperación en el mundo ideal para evitar que estructuras jerárquicas emergieran en el mercado. Pero eso no pasa en el mundo real – donde continuamente intermediarios en los flujos de capital necesitan colocar a otros en la periferia social y por lo tanto sumirlos en deuda crónica: hipotecas, student loans, salud privada, deuda pública, ofertas que no podrá rechazar… El fondo de pensiones privado se interpone entre tú y yo: ahí coloqué mis ahorros y quiero el interés más alto para pagar la educación de mis hijos – pero el interés más alto implica maximizar el retorno de las inversiones de mi fondo – desmantelar la fábrica SEAT de Martorell donde tú trabajas o tu centro de atención primaria financiado con deuda pública. La financialización de los 1970s en la era post-industrial no despolitizó las relaciones económicas, sino que amplificó su antagonismo más básico y lo convirtió en ley natural.
Qué es un default cuando el de abajo debe al de arriba en la asimetría social de poder? Es un ejercicio de soberanía. Es romper las tablas de la ley natural en mil pedazos. Es la emancipación mental del esclavo y el colapso de la hegemonía del padrino. Es darse cuenta de que el sacrificio humano no es una deuda con los dioses (del altiplano mejicano o de la economía) para que todo siga su curso – es darse cuenta de que el juego es tan sólo un juego. Es matar al Rey cuando nos explican que sus poderes son divinos. Es la dación en pago: si sólo yo no pago la hipoteca, soy un moroso – si no la pagamos cien mil, somos la PAH.
Porque el sistema -el color no importa- siempre se basa en la acumulación de capital a lo largo de redes de confianza, tejidas por gente que comparte una misma visión epistemológica del mundo / una locura colectiva y eso genera ganadores y perdedores -de libertad. Cuando los primeros son pocos y los segundos muchos, lo que toca es exigir un jubileo, una tabula rasa a lo Frantz Fanon, pura descolonización del imaginario del oprimido, una dación en pago retroactiva a lo Ada Colau, un default de los PIGS: eso no es un mero re-cálculo de una triste cantidad matemático-financiera – es literalmente un ejercicio de soberanía, la liberación mental del síndrome de Estocolmo por parte de la víctima, la muerte de Samuel L Jackson -el house negro- en Django, Prometeo liberado de las cadenas de su propia imaginación.
Irónicamente, es la teoría de juegos la que resume perfectamente la dinámica mental del síndrome de Estocolmo – en el juego del gallina. Dos coches frente a frente, corriendo hacia la colisión. El primero que concede y cambia el rumbo pierde. Desde el coche de enfrente siempre vamos a oír lo mismo: obedece, concede y cambia el rumbo, si no ¡arderás en el infierno! ¡el sol va a caer! ¡la economía va a colapsar! En el fondo, es el mismo discurso del marido maltratador, epítome del intermediario: sin mí no eres nada. La deuda me conecta y encadena con el adversario – pero la deuda es humo, tan sólo una enfermedad mental – la soberanía que se ejerce a través del default es darse cuenta de que el error está en creer que la economía funciona por leyes naturales e inmodificables, es decir, creer que el coche de enfrente nunca cambiará de rumbo, ésa es la victoria de la hegemonía capitalista, pero es que la economía está compuesta por personas que sí pueden cambiar. ¡Exacto! Entonces agarra fuerte el volante, yo es que estoy muy loco, mi rumbo no cambia y sigo con el escrache hasta el final. Siempre que se intente cambiar una estructura de poder, sea la esclavitud negra en USA o la esclavitud por deudas en la UE, se amenazará con alterar el curso cósmico de la historia, pero lo cósmico no es más que un relato compartido, una alucinación mental de muchos, un juego las reglas del cual no están escritas por nadie más que por nosotros mismos. Sí es posible que sea el otro quien cambie de rumbo y no nosotros. Sí hay alternativa. Sí se puede.
Fuente:Club Pobrelberg - Parvulesco
Así emerge el Padrino siciliano en la segunda película y termina con un “le voy a hacer una oferta que no podrá rechazar” – la versión mafiosa del there is no alternative. Ésa es la esencia del poder, saber aprovecharse de la economía de escala en una red de favores centralizada, favores (o… capital a la Bourdieu) que luego son redistribuidos según el principio graeberiano de jerarquía: el Padrino o el gran jefe o la cienciología o el Estado o el banco o la Iglesia o la empresa capitalista, toda estructura de poder se basa en la redistribución de capital, en colocarse como intermediaria en los flujos de ese capital, no sólo económico, sino también político o social o ideológico o cultural y la redistribución no es de modo equitativo, claro está, que por algo existen. Los restos de los frutos de la economía de escala son las migajas con las que se contentan los que están debajo en la jerarquía – llamadlo Estado de bienestar, plan privado de pensiones, una subida del salario o una absolución del cura.
Lo interesante del relato de Graeber es, por lo tanto, demostrar el mantra antropológico de que la deuda es mucho más que una expresión financiera de tecnócratas en tiempos de crisis, sino una expresión cultural-social de confianza, que luego -y sólo luego- se puede matematizar con complejos argumentos lógicos – pero en su origen es y sólo es tan sólo una convención social. Igual que la moneda; como si fuéramos un mercenario griego, sólo aceptamos ese trozo de vil metal que ya no es oro porque sabemos que en otro sitio nos lo aceptarán a cambio de una cerveza. O aceptamos como salario ver simplemente que nuestro saldo en el banco ha subido mil enteros, porque sabemos que alguien aceptará restarnos otra cantidad a cambio de la compra en el súper. Al final, como dice Manu Chao, todo es mentira y de lo que se trata es, como Milton Friedman, de ser un padrino creativo e inventar buenos discursos -religiosos, políticos, económicos- que legitimen para toda la comunidad esa mentira que es la necesidad de contribuir a un bote común que otro -obviamente, siempre otro- regulará y redistribuirá (pero por nuestro bien). Pero no una necesidad meramente ética, algo que conviene y punto, sino algo de profundo significado cósmico, inevitable e inexorable – como un si no cumples arderás en el infierno o un there is no alternative.
La victoria del discurso del padrino es cuando el crédulo lo asume como ley natural y es entonces que deviene hegemonía. Las víctimas de los sacrificios humanos aztecas realmente creían que su muerte servía para que el sol siguiera su curso en el cielo y los mártires cristianos creían que su muerte anticipaba el reino de Dios. Pero dejaron de morir aztecas y cristianos y el sol no cayó – ni tampoco vino el reino de Dios. En ese mismo sentido, qué es el interés? Vendrá Sala i Martín y te dirá que es el precio de la moneda, coste de oportunidad, que es el riesgo de la inversión, etcétera. Pero mucho antes de que se teorizara eso de ese modo ya existían usureros – y prohibiciones de usura por el judaísmo, cristianismo e Islam. No porque Jesús leyera Le Monde Diplomatique, sino porque en ese contexto el interés era siempre el plus que pide libremente (o exige?) el rico usurero al campesino en apuros cuando ése pide libremente (o suplica?) un préstamo. Las religiones del libro prohíben así el interés porque en la Antigüedad uno caía esclavo no sólo por conquista, sino también por deudas y esas religiones eran, sobre todo, movimientos populares (o populistas?) que se alineaban por la emancipación de los esclavos. Así, el cristianismo surge en Europa en medio de una gigantesca crisis de deuda que se estaba llevando por delante a los ciudadanos libres del Imperio. Por algo que desde Mesopotamia que las protestas populares siempre pasaron por el demasiado familiar Cancelad las deudas y redistribuid la tierra. Antes la tierra, ahora el capital. Periódicamente, los reyes sumerios, por presión popular, tenían que declarar jubileos donde se rompían esas tablas de arcilla con todas las deudas inscritas y así liberar a los esclavos por deudas – hacer tabula rasa a la Fanon – se llamaban declaraciones de libertad.
Un momento. El Libro prohíbe la usura, cierto, excepto en una línea, Deuteronomio 23:19-20: “Podrás cobrar interés a un extranjero, pero a tu hermano no le cobrarás interés”. A un extraño, no un amigo, como si fuera mera reciprocidad: por esa misma razón el Banco Central Europeo presta a interés casi nulo a los bancos privados mientras se presta a altísimo interés a Grecia o España. Si deuda es una expresión de confianza social, el interés representa una asimetría en esa deuda y por lo tanto en el poder, como el rico usurero con el campesino en apuros de antaño o el BCE con los PIGS. Es otra cosa que después se camufle con palabras técnicas pilladas de la Biblia o de The General Theory of Employment, Interest and Money. El libre mercado ya funcionó en el mundo árabe sin interés y, ciertamente, de un modo mucho más libre que el anglosajón. A diferencia del mundo islámico, si el BCE presta a interés casi-nulo a los bancos privados, es porque sabe que la sociedad hará todo lo posible (austeridad y recortes y rescates: usar al Estado, aunque la sociedad no quiera) para que estos bancos puedan devolver esos créditos. Si Estados Unidos puede imprimir tanta moneda como quiera, como querría Krugman, es porque es el Imperio y puede hacer un default cuando le dé la gana y los otros países tendrán que aceptar, como con Nixon en 1971. Parece que el default es un privilegio.
Como decían los rusos, todo lo que nos habían contado sobre el comunismo era mentira, pero todo lo que nos habían contado sobre el capitalismo era verdad.
El liberalismo era eso. Su escándalo secreto, que nunca se ha organizado básicamente en torno al trabajo libre: ése ha sido siempre el privilegio de una minoría hipercualificada. Pero, ¿dónde está esa masa trabajadora de esclavos, siervos, inmigrantes sin papeles, campesinos sin tierra, debt peons y jornaleros que han levantado los grandes monumentos de la historia? Desde cuándo se puede considerar un free agent aquél que lo único que puede vender es el trabajo de su cuerpo? El trabajador libre es una entelequia anarquista, al igual que el mercado libre: Adam Smith tenía que prohibir la cooperación en el mundo ideal para evitar que estructuras jerárquicas emergieran en el mercado. Pero eso no pasa en el mundo real – donde continuamente intermediarios en los flujos de capital necesitan colocar a otros en la periferia social y por lo tanto sumirlos en deuda crónica: hipotecas, student loans, salud privada, deuda pública, ofertas que no podrá rechazar… El fondo de pensiones privado se interpone entre tú y yo: ahí coloqué mis ahorros y quiero el interés más alto para pagar la educación de mis hijos – pero el interés más alto implica maximizar el retorno de las inversiones de mi fondo – desmantelar la fábrica SEAT de Martorell donde tú trabajas o tu centro de atención primaria financiado con deuda pública. La financialización de los 1970s en la era post-industrial no despolitizó las relaciones económicas, sino que amplificó su antagonismo más básico y lo convirtió en ley natural.
Qué es un default cuando el de abajo debe al de arriba en la asimetría social de poder? Es un ejercicio de soberanía. Es romper las tablas de la ley natural en mil pedazos. Es la emancipación mental del esclavo y el colapso de la hegemonía del padrino. Es darse cuenta de que el sacrificio humano no es una deuda con los dioses (del altiplano mejicano o de la economía) para que todo siga su curso – es darse cuenta de que el juego es tan sólo un juego. Es matar al Rey cuando nos explican que sus poderes son divinos. Es la dación en pago: si sólo yo no pago la hipoteca, soy un moroso – si no la pagamos cien mil, somos la PAH.
Porque el sistema -el color no importa- siempre se basa en la acumulación de capital a lo largo de redes de confianza, tejidas por gente que comparte una misma visión epistemológica del mundo / una locura colectiva y eso genera ganadores y perdedores -de libertad. Cuando los primeros son pocos y los segundos muchos, lo que toca es exigir un jubileo, una tabula rasa a lo Frantz Fanon, pura descolonización del imaginario del oprimido, una dación en pago retroactiva a lo Ada Colau, un default de los PIGS: eso no es un mero re-cálculo de una triste cantidad matemático-financiera – es literalmente un ejercicio de soberanía, la liberación mental del síndrome de Estocolmo por parte de la víctima, la muerte de Samuel L Jackson -el house negro- en Django, Prometeo liberado de las cadenas de su propia imaginación.
Irónicamente, es la teoría de juegos la que resume perfectamente la dinámica mental del síndrome de Estocolmo – en el juego del gallina. Dos coches frente a frente, corriendo hacia la colisión. El primero que concede y cambia el rumbo pierde. Desde el coche de enfrente siempre vamos a oír lo mismo: obedece, concede y cambia el rumbo, si no ¡arderás en el infierno! ¡el sol va a caer! ¡la economía va a colapsar! En el fondo, es el mismo discurso del marido maltratador, epítome del intermediario: sin mí no eres nada. La deuda me conecta y encadena con el adversario – pero la deuda es humo, tan sólo una enfermedad mental – la soberanía que se ejerce a través del default es darse cuenta de que el error está en creer que la economía funciona por leyes naturales e inmodificables, es decir, creer que el coche de enfrente nunca cambiará de rumbo, ésa es la victoria de la hegemonía capitalista, pero es que la economía está compuesta por personas que sí pueden cambiar. ¡Exacto! Entonces agarra fuerte el volante, yo es que estoy muy loco, mi rumbo no cambia y sigo con el escrache hasta el final. Siempre que se intente cambiar una estructura de poder, sea la esclavitud negra en USA o la esclavitud por deudas en la UE, se amenazará con alterar el curso cósmico de la historia, pero lo cósmico no es más que un relato compartido, una alucinación mental de muchos, un juego las reglas del cual no están escritas por nadie más que por nosotros mismos. Sí es posible que sea el otro quien cambie de rumbo y no nosotros. Sí hay alternativa. Sí se puede.
Fuente:Club Pobrelberg - Parvulesco
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