El fin de semana pasado, en el municipio tabasqueño de Jalpa de Méndez, dos jóvenes civiles, Víctor Manuel Chan Javier y Ramón Pérez Román (21 y 23 años, comerciante y trabajador de Pemex, respectivamente), fueron acribillados por elementos de la Secretaría de Marina (Semar) en el contexto de un operativo conjunto, en el que participaban, además, fuerzas del Ejército, de la Procuraduría General de la República y de las policías federal y estatal. Las versiones de lo ocurrido difieren: mientras la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) afirmó que las víctimas “intentaron evadir un puesto de control, por lo que personal de la Armada de México accionó sus armas de fuego” contra ellas, la Semar dijo, en un comunicado emitido ayer, que los jóvenes “efectuaron disparos”.
Por su parte, habitantes de la localidad aseguraron que los fallecidos fueron tiroteados tras rebasar un convoy de las fuerzas federales. De acuerdo con reportes de la prensa local, tras las muertes de los jóvenes, un grupo de pobladores intentó, sin éxito, linchar a decenas de efectivos castrenses. Por su parte, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos anunció ayer el inicio de una queja de oficio y enfatizó que las tareas de seguridad pública deben efectuarse “con apego a derecho y con respeto a los derechos fundamentales a la vida y la integridad física de todas las personas”.
En este caso, como en todos los otros episodios en los que el accionar de las fuerzas de seguridad ha desembocado en la muerte de civiles, resulta perentorio esclarecer los hechos con precisión y honestidad, no sólo porque ello resulta indispensable para la procuración e impartición de justicia, sino porque, además, los intentos por distorsionar lo ocurrido acaban por ahondar la falta de credibilidad de las instituciones, en este caso, las castrenses. Sin embargo, en lugar de desempeñarse con transparencia, en el episodio referido ha resultado notoria la opacidad en el recuento de lo ocurrido. Tras la muerte de los jóvenes, las fuerzas que participaban en el operativo acordonaron el lugar e impidieron, durante horas, que las autoridades municipales ingresaran para dar fe de los hechos.
En lo inmediato, las muertes de Chan Javier y de Pérez Román se suman a los incidentes en los que efectivos de las instituciones castrenses han ultimado a civiles sin justificación alguna, y obligan a recordar, entre otros, los casos de los dos alumnos del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey asesinados en marzo pasado por integrantes del Ejército; de los niños Martín y Bryan Almanza Salazar, muertos cuando el vehículo de su familia fue atacado a granadazos por efectivos militares, en las inmediaciones de Nuevo Laredo, en abril, y de la familia De León, que perdió a dos de sus integrantes cuando su automóvil fue tiroteado por soldados en el municipio nuevoleonés de Escobedo, en septiembre.
En todos los casos, las llamadas “bajas colaterales” –que se agregan a los de por sí escandalosos saldos cotidianos de muerte que padece el país– son inadmisibles. Ninguna estrategia de seguridad, ningún alegato sobre la recuperación del estado de derecho, justifica que las propias autoridades violen, así sea en forma accidental, el derecho básico a la vida. Si es improcedente y deplorable el pedido de “paciencia” a la sociedad que el pasado 7 de noviembre formuló el secretario de Gobernación, Francisco Blake Mora, ante los ataques de la delincuencia organizada, la tolerancia a la violencia que procede de las propias autoridades contra la población sería, llanamente, suicida. Así sea de manera tardía, el gobierno federal debe escuchar el clamor que exige un cambio de fondo en su fallida estrategia de seguridad y de combate a la delincuencia, liberar a las fuerzas armadas de las tareas policiales que les han sido impuestas y evitar nuevas e injustificables muertes de civiles a manos de militares.
Editorial La Jornada
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