sábado, 1 de diciembre de 2012

El Martirio de un pueblo

Por Acratosaurio rex


El 11 de marzo de 2004, ciudad de Madrid, trabajadores de todas las clases, sin distinción de edad, género, etnia, nacionalidad, fueron atacados mediante bombas colocadas por terroristas en los trenes que les llevaban de buena mañana a sus empleos y ocupaciones. Cerca de 200 muertos, muchos más mutilados o con lesiones irreversibles, miembros de la misma familia, cincuenta de ellos venidos de otros países, fueron abrazados y unidos por la Gran Niveladora. La sociedad se vio conmocionada. Inmediatamente ambulancias, hospitales, voluntarios, sicólogos, sacerdotes, sanitarios, bomberos, policías…, acudían al lugar de la masacre, recogían cuerpos, ayudaban y evacuaban heridos. Las víctimas, sus familiares, fueron resarcidas en lo poco que se puede. Reciben y recibirán apoyo sicológico, pensiones, y los extranjeros fueron nacionalizados para que todos fueran españoles. Dicen que los que viven una experiencia de ese tipo, no la olvidan nunca. Viven con el alma envenenada, clamando justicia, deseando venganza. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué clase de gente hace esto? ¿Quién lo permite? —se pregunta la víctima.
Las imágenes que llegan de Gaza son durísimas. Se escuchan explosiones. Mujeres, niños y niñas con mochilas, iban al colegio, todos corren. El ejército israelí, su gobierno, su aviación, terroristas de uniforme, nómina y paga extra, asesinos en serie, bombardean la Franja con explosivos de gran potencia. Una nube de polvo, inmensa, avanza. Allí donde cae una de esas bombas, todo queda destruido. A continuación aparece una multitud que escala los escombros, sin recursos, sin ambulancias, sin bomberos. Con mangueras de regar jardines intentan apagar los incendios, a mano limpia desescombran y sacan cadáveres carbonizados, niños descoyuntados, mujeres desmembradas, animales, por decenas, por cientos. Los rescatadores son hombres de edad entre madura y joven, manos grandes, cuerpos de trabajadores. Tal vez son albañiles, mecánicos, conductores, dependientes… Se agarran la cabeza, gritan, tropiezan y caen intentando mover piedras de toneladas de peso, tosen asfixiados, cuando otra explosión, tremenda, inapelable, derriba el paisaje. Y al poco se repite la escena. Más carreras, más humo negro, más desescombro, más muertes. No recibirán ayudas, ni pensiones, ni tratamiento sicológico, ni costosas medicinas, ni recibirán homenajes porque con tanta carne muerta y repartida en kilómetros no hay Cristo que resucite. Dicen que los que viven una experiencia de ese tipo, no la olvidan nunca. Viven con el alma envenenada, clamando justicia, deseando venganza. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué clase de gente hace esto? ¿Quién lo permite? —se pregunta la víctima.
No. Hoy no hay despedida.

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