Extracto de Sobre la Desobediencia y otros Ensayos de Erich Fromm
Reyes, sacerdotes, señores feudales, patrones de industrias y padres han insistido durante siglos en que la obediencia es una virtud y la desobediencia es un vicio … Para presentar otro punto de vista, enfrentemos esta posición con la formulación siguiente: la historia humana comenzó con un acto de desobediencia, y no es improbable que termine por un acto de obediencia.
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El acto de desobediencia liberó a Adán y a Eva y les abrió los ojos. Se reconocieron uno a otro como extraños y al mundo exterior como extraño e incluso hostil. Su acto de desobediencia rompió el vinculo primario conla naturaleza y los transformó en individuos. El “pecado original”, lejos de corromper al hombre, lo liberó; fue el comienzo de la historia.
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Como para el mito hebreo de Adán y Eva, también para el mito griego de Prometeo toda la civilización humana se basa en un acto de desobediencia. Prometeo, al robar el fuego a los dioses, echó los fundamentos de la evolución del hombre. No habría historia humana si no fuera por el “crimen” de Prometeo. El, como Adán y Eva, es castigado por su desobediencia. Pero no se arrepiente ni pide perdón.Por el contrario, dice orgullosamente:
“Prefiero estar encadenado a esta roca, antes que ser el siervo obediente de los dioses”.
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El hombre continuó evolucionando mediante actos de desobediencia. Su desarrollo espiritual sólo fue posible porque hubo hombres que se atrevieron a decir no a cualquier poder que fuera, en nombre de su conciencia y de su fe, pero además su evolución intelectual dependió de su capacidad de desobediencia – desobediencia a las autoridades que trataban de amordazar los pensamientos nuevos, y a la autoridad de acendradas opiniones según las cuales el cambio no tenía sentido-. Si la capacidad de desobediencia constituyó el comienzo de la historia humana, la obediencia podría muy bien, como he dicho, provocar el fin de la historia humana. No estoy hablando en términos simbólicos o poéticos. Existe la posibilidad, o incluso la probabilidad, de que la raza humana destruya la civilización y también toda la vida sobre la tierra.
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… la mayoría de los hombres -incluida la mayoría de los que están en el poder- viven aún emocionalmente en la Edad de Piedra; que si bien nuestras matemáticas, astronomía y ciencias naturales son del siglo XX, la mayoría de nuestras ideas sobre política, el Estado y la sociedad están muy rezagadas respecto de la era científica. Si la humanidad se suicida, será porque la gente obedecerá a quienes le ordenan apretar los botones de la muerte; porque obedecerá a las pasiones arcaicas de temor, odio y codicia; porque obedecerá a clisés obsoletos de soberanía estatal y honor nacional.
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Pero no quiero significar que toda desobediencia sea una virtud y toda obediencia sea un vicio. Tal punto de vista ignoraría la relación dialéctica que existe entre obediencia y desobediencia. Cuando los principios a los que se obedece y aquellos a los que se desobedece son inconciliables, un acto de obediencia a un principio es necesariamente un acto de desobediencia a su contraparte, y viceversa.
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Si un hombre sólo puede obedecer y no desobedecer, es un esclavo; si sólo puede desobedecer y no obedecer, es un rebelde (no un revolucionario); actúa por cólera, despecho, resentimiento, pero no en nombre de una convicción o de un principio. Sin embargo, para prevenir una confusión entre términos, debemos establecer un importante distingo. La obediencia a una persona, institución o poder (obediencia heterónoma) es sometimiento; implica la abdicación de mi autonomía y la aceptación de una voluntad o juicio ajenos en lugar del mío. La obediencia a mi propia razón o convicción (obediencia autónoma) no es un acto de sumisión sino de afirmación. Mi convicción y mi juicio, si son auténticamente míos, forman parte de mí. Si los sigo, más bien que obedecer al juicio de otros, estoy siendo yo mismo; por ende, la palabra obedecer sólo puede aplicarse en un sentido metafórico y con un significado que es fundamentalmente distinto del que tiene en el caso de la “obediencia heterónoma”.
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Pero esta distinción requiere aún dos precisiones más, una con respecto al concepto de conciencia y la otra con respecto al concepto de autoridad. La palabra conciencia se utiliza para expresar dos fenómenos que son muy distintos entre sí. Uno es la “conciencia autoritaria”, que es la voz internalizada de una autoridad a la que estamos ansiosos de complacer y temerosos de desagradar. La conciencia autoritaria es lo que la mayoría de las personas experimentan cuando obedecen a su conciencia. Es también la conciencia de la que habla Freud, y a la que llama superyó. Este superyó representa las órdenes y prohibiciones del padre internalizadas y aceptadas por el hijo debido al temor. Distinta de la conciencia autoritaria es la “conciencia humanística”; ésta es la voz presente en todo ser humano e independiente de sanciones y recompensas externas. La conciencia humanística se basa en el hecho de que como seres humanos tenemos un conocimiento intuitivo de lo que es humano e inhumano, de lo que contribuye a la vida y de lo que la destruye. Esta conciencia sirve a nuestro funcionamiento como seres humanos. Es la voz que nos reconduce a nosotros mismos, a nuestra humanidad.
La conciencia autoritaria (superyó) es también obediencia a un poder exterior a mí, aunque este poder haya sido internalizado. Conscientemente creo que estoy siguiendo a mí conciencia; en realidad, sin embargo, he absorbido los principios del poder; justamente debido a la ilusión de que la conciencia humanística y el superyó son idénticos, la autoridad internalizada es mucho más efectiva que la que experimento claramente como algo que no forma parte de mi. La obediencia a la “conciencia autoritaria”, como toda obediencia a pensamientos y poderes exteriores, tiende a debilitar la “conciencia humanística”, la capacidad de ser uno mismo y de juzgarse a sí mismo.
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¿Por qué se inclina tanto el hombre a obedecer y por qué le es tan difícil desobedecer? Mientras obedezco al poder del Estado, de la Iglesia o de la opinión pública, me siento seguro y protegido. En verdad, poco importa cuál es el poder al que obedezco. Es siempre una institución, u hombres, que utilizan de una u otra manera la fuerza y que pretenden fraudulentamente poseer la omnisciencia y la omnipotencia. Mi obediencia me hace participar del poder que reverencio, y por ello me siento fuerte. No puedo cometer errores, pues ese poder decide por mí; no puedo estar solo, porque él me vigila; no puedo cometer pecados, porque él no me permite hacerlo, y aunque los cometa, el castigo es sólo el modo de volver al poder omnímodo. Para desobedecer debemos tener el coraje de estar solos, errar y pecar. Pero el coraje no basta.
La capacidad de coraje depende del estado de desarrollo de una persona. Sólo si una persona ha emergido del regazo materno y de los mandatos de su padre, sólo si ha emergido como individuo plenamente desarrollado y ha adquirido así la capacidad de pensar y sentir por sí mismo, puede tener el coraje de decir “no” al poder, de desobedecer.
Una persona puede llegar a ser libre mediante actos de desobediencia, aprendiendo a decir no al poder. Pero no sólo la capacidad de desobediencia es la condición de la libertad; la libertad es también la condición de la desobediencia. Si temo a la libertad no puedo atreverme a decir “no”, no puedo tener el coraje de ser desobediente. En verdad, la libertad y la capacidad de desobediencia son inseparables; de ahí que cualquier sistema social, político y religioso que proclame la libertad pero reprima la desobediencia, no puede ser sincero.
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Durante la mayor parte de la historia humana la obediencia se identificó con la virtud y la desobediencia con el pecado. La razón es simple: hasta ahora, a lo largo de la mayor parte de la historia, una minoría ha gobernado a la mayoría. Este dominio fue necesario por el hecho de que las cosas buenas que existían sólo bastaban para unos pocos, y los más debían conformarse con las migajas. Si los pocos deseaban gozar de las cosas buenas y, además de ello, hacer que los muchos los sirvieran y trabajaran para ellos, se requería una condición: que los muchos aprendieran a obedecer. Sin duda, la obediencia puede establecerse por la mera fuerza. Pero este método tiene muchas desventajas. Constituye una amenaza constante de que algún día los muchos lleguen a tener los medios para derrocar a los pocos por la fuerza; además, hay muchas clases de trabajo que no pueden realizarse apropiadamente si la obediencia sólo se respalda en el miedo. Por ello la obediencia que sólo nace del miedo de la fuerza debe transformarse en otra que surja del corazón del hombre. El hombre debe desear, e incluso necesitar obedecer, en lugar de sólo temer la desobediencia. Para lograrlo, la autoridad debe asumir las cualidades del Sumo Bien, de la Suma Sabiduría; debe convertirse en Omnisciente. Si esto sucede, la autoridad puede proclamar que la desobediencia es un pecado y la obediencia una virtud; y una vez proclamado esto, los muchos pueden aceptar la obediencia porque es buena, y detestar la desobediencia porque es mala, más bien que detestarse a sí mismos por ser cobardes.
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La lucha contra la autoridad era inseparable de la inspiración intelectual que caracterizaba a los filósofos del Iluminismo y a los hombres de ciencia. Esta “inspiración crítica” se traducía en fe en la razón, y al mismo tiempo en duda respecto de todo lo que se dice o piensa, en tanto se base en la tradición, la superstición, la costumbre, la autoridad.
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El hombre-organización ha perdido su capacidad de desobedecer, ni siquiera se da cuenta del hecho de que obedece. En este punto de la historia, la capacidad de dudar, de criticar y de desobedecer puede ser todo lo que media entre la posibilidad de un futuro para la humanidad, y el fin de la civilización.
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