miércoles, 19 de enero de 2011

Aceptar que somos...

Cuando hablo de aceptar que esto somos, es decir, aceptar la naturaleza dual (destructiva-creadora) del hombre, me refiero a no pretender que en nosotros yacen, absolutamente, puras nociones e intenciones, digamos, buenas. En realidad, estoy convencida de que el derrotero que tomemos de adultos (las valoraciones y elecciones morales que vayamos tomando) serán resultado de un amplio conjunto de cosas, entre las cuales destacan la educación, el entorno social, determinadas vivencias personales, etc. El ser humano es como una masa de arcilla a la que se le da forma. La bronca quizá resida en que, por alguna razón, las arcillas que somos los humanos, no siempre tenemos el privilegio de contar con un escultor-formador que inculque en todos nosotros algo elemental para que la vida florezca sin contratiempos: el respeto a ella misma, a la vida (me refiero a la vida humana) y, después, el conocimiento de la naturaleza, cuyo manantial informe, desbordado, implacable, no condicionado es, justamente, uno de los atributos que, a través de un mal uso de la razón, los humanos hemos pretendido aplacar en nosotros mismos y que, como resultado de ello –en algunos casos- se han construido -y aceptado- códigos morales totalmente anti naturales. Muchas concepciones culpígenas y moteadas de "pecaminosas" de la religión católica (quiero decir, usar una palabra (pecado) –después- para una noción que surgió antes (la idea que dicha palabra significa)), por ejemplo, van en contra de todos los instintos más primarios y naturales del hombre. Así, cuando -por ejemplo- se le tilda a una mujer de “puta” por el hecho natural de requerir –sí- constantemente de sexo –lo mismo que el hombre-, pues, bueno, uno se siente indefectiblemente inclinado a soltar una gran carcajada. El sexo es la cosa más natural, inherente a nuestro ser. El sexo es la antesala de la vida humana, el origen, causa, mecanismo por el cual estamos aquí todos. La cópula sexual hombre-mujer (lo mismo que en otras varias especies) es el mecanismo biológico por el cual la vida surge. Dicho mecanismo precede a la mayoría de nuestras construcciones culturales, a todos nuestros códigos morales, al rubor que ahora nos impide salir desnudos a la calle (carne, al fin carne que un día será ceniza o alimento para microorganismos que se hallan en la tierra).

Cultura y moral son, entonces –también- represión. Lo dijeron ya Nietzsche, ya Freud, ya pensadores que hacia el XIX construyeron filosofías críticas de los idealismos que les antecedieron. Pero uno debe tener cuidado con esto y no confundirse. Uno debe advertir qué, de nuestros instintos más vitales, han de resurgir y oponerse con fuerza a las falsas morales (a las moralinas) –gran parte de la moral católica es una moralina-, con el propósito de -resurgidos y renovados- permitirnos vivir más libres, liberados de toda absurda represión. En esta búsqueda, sin embargo, en este determinar qué ya no puede vivir reprimido en nosotros, se llega a caer en tremendos yerros. Los yerros son resultado de olvidar que todas nuestras aspiraciones, nuestras motivaciones, nuestras elecciones han de basarse en un imperativo ético (quizá ya el único que yo exigiría en cualquier moral): el del respeto a la vida humana y, después, el respeto a nuestro hábitat. No diré que a toda la gran naturaleza porque ello implicaría caer en una gran contradicción. Hacer conciliar las leyes humanas con las leyes naturales no siempre es posible. La naturaleza misma no siempre respeta al hombre, muchas veces actúa en contra de él.

Entonces, todo esto parece ser una cuerda siempre en tensión, de la que tenemos que estar tirando constantemente a fin de procurarnos el menor daño posible. Pero aquí, no termina la cosa. Entra en juego la razón, el idealismo del hombre (allí estoy yo parada, allí me paro y lo acepto y creo en la fuerza con la que la vida puede ser perfeccionada a través de nuestra razón, esa facultad tan humana, tan natural –también- en nosotros, aun cuando dicha “naturalidad” sea una adquisición más reciente y, quizá por ello, una manifestación ineluctable de nuestra evolución. Posiblemente, el hecho de que sea reciente, es una prueba de que se trata de una de las mejores cualidades evolutivas de que disponemos).

El homicidio, por ejemplo, es potencial en la especie. Podemos asesinar a alguien, hay personas que han dado muerte a otras. Todos hemos tenido noticias de algún homicidio y, no sólo eso, la constante en las guerras son los tremendos genocidios que se perpetran en contra de civiles. Entonces ¿qué?, como somos susceptibles de asesinar, ergo, ¿asesinaremos?, ¿al fin que sí podemos? Aquí justo es en donde entra el pensamiento. No sé hasta qué punto la moral y la religión –la religión como subconjunto de la moral- han tenido que ver con haber desarrollado este tipo de pensamiento, el pensamiento moral. El pensamiento por el cual reparamos en que mientras sigamos destruyéndonos entre sí, ponemos en peligro a la especie entera, nuestra permanencia en el mundo. Yo no me opondría tan ferozmente al relativismo moral si -como ocurre- muchas de dichas concepciones, no justificasen con enorme liviandad, el dolor de muchos. No es que lo justifiquen, en realidad, parecen no verlo. Me niego también a admitir –sería un digresión de mi propio pensar- que las elecciones morales vienen regidas por nuestra pura voluntad, por un gusto, por la congruencia hacia una estética. En la realidad, sucede, pero si escaparan a toda legalidad, en particular, a la del imperativo ético señalado (y el imperativo ético señalado, téngase presente, lejano está de toda metafisiquería: pone en el centro al hombre y su entorno) la vida no tendría ya un sentido, sino sería una pura trayectoria errática de una especie animal que, incapaz de cualificar cosa alguna, se somete, acéfala, al placer o al dolor o a la estupidez.  

Regreso al punto (un idealismo materialismo)

Yo no sé, decía, hasta qué punto la moral y la religión han hecho entrar en escena este tipo de pensamiento, pero sí creo que, más bien, hay una causa anterior a la religión y a la moral (religión y moral, serían, más bien, un resultado –ya razonado- de dicha causa). Se trata de una causa de orden biológico.

Antes de hablar de esta causa biológica, quiero decir que a mí me parece que es indispensable reconocer que la razón se aposentó en el proscenio de nuestra historia (la historia de los humanos) para redirigir su rumbo (un rumbo no siempre halagüeño). La razón es una capacidad que tenemos y, lo mismo, podemos a través de ella hacer elecciones correctas o no hacerlas. Pensar no es la panacea a nuestros problemas. Pero –tal vez- sea con el pensamiento, la forma más cercana que tenemos a hacer buenas decisiones. De modo que no podemos negar que muchos vericuetos a los que nos hemos enfrentado han sido resueltos con la razón. Es innegable el valor de la razón instrumental, la razón como medio para alcanzar otros fines. Pero esta razón como instrumento, es tanto más valiosa cuanto que, además, es una razón cultivada, es decir, una razón que se entrega constante al ejercicio de razonar, aquello por lo cual ella es en sí misma.

Pero, ¿y por qué razonamos? Creo que razonamos como resultado de una adaptación que hubo de hacer la especie a fin de sobrevivir. El órgano de la razón no es un topos metafísico, es algo más que el res cogitans cartesiano. Cuando apelo a la razón, no apelo a una causa trascendente, sino biológica. Así como los primates que, en nuestra cadena evolutiva, hubieron alguna vez de posicionarse erectos a fin de coger los frutos de los árboles y, entonces, tener qué comer y no morir de inanición, asimismo, un día el cerebro humano, resultado de determinadas facultades que ya poseía, hubo de dar un gran salto cualitativo, tras el cual, la facultad de razonar estalló en nosotros.

La gran expectativa que sobre la razón pongo es que, a mí parecer, ha trascendido a su mero ser biológico –que no su preservación- para atisbar, concebir algo más, mucho más que, por nuestra biología, ahora mismo somos. Pareciera haber una contradicción en esto que digo. Lo que me alienta a pensar que no es así –que no hay contradicción- es que, de otra manera, habría un determinismo, un fin a cuyo destino no habremos de escapar nunca.

Sin duda, nuestra especie, llegará un día a su fin –así, como la conocemos ahora. Sin embargo, en ese ínterin pueden suceder muchas cosas, como, por ejemplo, lograr vivir –por muchas centurias- bajo algún reinado de armonía.

Justo debido a algunas de estas cosas que he explicado, resulta para mí bien consecuente con mi pensamiento aceptar la teoría evolutiva, porque la teoría evolutiva –bien interpretada- me dice una cosa insoslayable: hay hombres más imbéciles que otros; unos nacieron más aptos para el pensamiento, otros no. Los imbéciles que no nacieron aptos para el pensamiento, son los que están llevando hacia la destrucción a nuestro planeta (banqueros, mandatarios corruptos, gerentes de la Coca-Cola, etc.). Pero nosotros seremos tan imbéciles -como ellos- si no hacemos algo –pronto- para evitar que su oligofrenia nos lleve a la destrucción.

Así -me parece- los teóricos del neoliberalismo, seducidos por el fulgor del poder y del dinero, obnubilados de la mente, han hecho una errónea interpretación del darwinismo, y el social darwinismo que propugnan es una auténtica pifia, ésa sí, digna de pena y conmiseración. Los verdaderos inadaptados son ellos, no nosotros. De otra manera, la imbécil sería la naturaleza, procreadora de cientos de miles de taras genéticas.

Me acuerdo ahorita, a propósito, de un conjunto de ideas a las que he englobado con el nombre de “teoría de la destrucción”. Teoría según la cual, nuestro evolucionar nos dirige invariablemente a la destrucción y que me fue inspirada tras la lectura de un texto de orden filosófico, escrito por Egdar Allan Poe, intitulado “Eureka” y que en algún lugar del mismo recita: en la unidad original del ser primero, está contenida la causa secundaria de todos los seres, así como el germen de su inevitable destrucción. Es un conjunto de ideas, largo, inacabado, tortuosos, circular. Lo único que puedo compartir al respecto –lo más rescatable- es lo siguiente: Yo lo que creo es que los humanos nos encaminamos, directo, hacia nuestra propia destrucción. Que todos nuestros atisbos de progreso, no son sino pequeños pasos que nos conducen a nuestro fin. Y esta creencia no tiene nada de extraordinario, sino que está montada sobre un adagio elemental: el de que todo tiene un principio y un fin. Pero una cosa es –claro- que nuestra estancia en el cosmos esté sujeta a cierta caducidad –como el de todas las especies- y otra cosa es que, a instancias de ello, seamos incapaces de producir una sola cosa benéfica. Por otra parte, nuestra fugacidad no debería sumirnos en el pesimismo, sino –tal vez- en un profundo optimismo: el de saber que nos ha tocado vivir en un período intermedio entre nuestro nacimiento y nuestro ocaso y hacer lo mejor -a nuestro alcance- para hacernos la vida más soportable –a nosotros y a los demás. Lo que, sí, tal vez, me arranca profundas iras es pretender que sólo evolucionamos. Hay un trecho en la evolución que es lineal, pero el principio y el fin de ésta, son caóticos y poseen un atractor. Creo que evolucionamos dentro de un cierto margen pero, también, que -llegado el momento- cuando nuestra existencia deje de ser útil o necesaria dentro del cosmos, dejaremos de estar aquí. Vamos, entonces, progresando hacia nuestro cese. A fin de dar un cierto sustento a este conjunto de ideas, he acudido al acercamiento que hace algún tiempo tuviera a los Sistemas Lindenmayer. Pero esa parte es bastante estéril, como árida. Hasta aquí con eso.

Y todo este rollazo, ¿para qué? para decirte que, el hecho consistente en aceptar que en las relaciones humanas hay una carga intrínseca de injusticias no significa –ni nunca- que yo crea que esta aceptación es una resignación, un aceptar sumisa que las cosas tienen que ser así. Y no lo acepto porque dicha carga de injusticia se traduce, en no pocas ocasiones, en un perjuicio directo a la vida de muchos humanos. Pero si tampoco lo acepto, si no lo veo, tampoco, entonces, seré capaz de cambiarlo, de atemperarlo, de intentar dar una solución a ello. Aquí, la palabra “aceptar” la utilicé mal, tenía que haberla contextualizado. Aceptar quiere decir: razonar sobre la naturaleza humana, sobre lo que somos capaces y no somos capaces de hacer –no negar, por ejemplo, la sevicia, la crueldad, el sadismo, el sometimiento, la servidumbre con los que, en determinadas circunstancias, podemos actuar- y, luego, también con la razón, cambiar eso si nos inflige algún daño (lo malo es que la especie parece ser también aficionada al masoquismo).

Hay un gran problema en relación a esto, pero hay también una enorme ventaja. El problema reside en lograr que la mayoría de los humanos hagamos acuerdos sobre esto, llegar a un consenso y, sobre todo, actuar ejecutivamente en aras de dicho consenso. La ventaja, sin embargo, es también fuerte: se trata de un imperativo ético muy simple, muy sencillo y elemental, uno que –yo creo- la mayoría de los seres humanos tendríamos que estar dispuestos a aceptar (la preservación de la vida humana y el respeto a nuestro hábitat).

La realidad es, entonces, que detrás de mis palabras, de lo comentado en “Despierta Libertad” y de lo que últimamente estoy y estaré publicando en mi blog, hay ya –por mi parte- una asunción fuerte: ya es necesario actuar radicalmente. De otro modo, la suma de nuestra buenas acciones, por graduales y constantes que sean, terminará siendo opacada por sus acciones antípodas (quizá las leyes de la entropía prefiguran esto o, más bien, sea esto una confirmación a dichas leyes). Creo que tendrá que llegar un punto, y ya no queda lejos, en que los humanos tendremos que luchar por conservar la vida como ahora la conocemos. Va a ser muy triste que la inacción, el impasse en el que actualmente nos hallamos suspendidos, derive, aún, en más dolor. De ser así, la especie total habrá resultado ser un gran error de la naturaleza. Un mal experimento. 


Todo esto, en otras palabras, quiere decir: estoy de acuerdo contigo, hay que hacer cosas, proponer, salir a las calles, tomarlas, hablar, discutir, no permanecer estáticos. La utopía y las quimeras morirán conmigo –las mías. 

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