En 1953, Milton Friedman publicaba un artículo que se haría famoso, The Methodology of Positive Economics, donde defendía que no importaba que las premisas de una teoría fueran realistas o no; lo que importaba eran sus predicciones (o que cace ratones, diría Deng Xiaoping). El
problema es que, con suficiente imaginación, uno puede inventar y
jugar con las premisas hasta dar con las conclusiones lógicas deseadas – es lo que se desprende de la tesis de Duhem-Quine
y no sólo pasa con la economía sino con toda ciencia: uno también puede
describir las trayectorias planetarias desde el paradigma ptolemaico
que pone la Tierra en el centro de todo -con complicados epiciclos- o
también se puede describir la física de partículas sin neutrinos, pero
se carga el principio de relatividad de Galileo. Pero estos intentos se
quedaron en eso, en meros intentos.
No sólo existe la crítica sobre el uso de las premisas, sino que una restricción meramente técnica como la falta de ordenadores con la que tratar las ingentes cantidades de datos que requiere el estudio de los sistemas complejos hacía que se priorizara, por necesidad práctica, la construcción de modelos teóricos sobre la econometría. Por lo que respecta a la metodología, se puede hablar de crisis del paradigma samuelsoniano de la ciencia económica – pero eso no quiere decir que no se pueda hacer ciencia. Lo que pasa es que uno pilla la sensación de que la antropología económica describe la realidad económica tal como es mientras que la ciencia económica, tal como debería ser (oséase, teniendo en cuentas tales premisas y tal).
O, dicho de otro modo, una utopía. Polanyi apunta bien en esto: el libre mercado -es decir, regido por interacciones impersonales con la única función de maximizar la utilidad individual- no puede convertirse en el mecanismo central que organice toda una sociedad, porque simplemente no está hecho para ello. Es su famoso double movement: la expansión del libre mercado implicará siempre una reacción en contra de la sociedad para protegerse de él, llámese fascismo, comunismo, socialdemocracia, altermundialismo o la PAH. En otras palabras, el liberalismo nos impone una visión idealizada y artificial del ser humano y de la sociedad, como si fuera cualquier otra ideología utópica, y no escapa por lo tanto de sus mismas problemáticas totalitarias: imponer la atomización social como quería Smith es algo que simplemente va contra natura, si es que existe la natura humana…
Sus mismas problemáticas totalitarias – un gravísimo cataclismo social: cuando Smith escribía sus textos, en ese momento en la misma Inglaterra muchos campesinos estaban siendo masivamente expulsados y expropiados de las tierras comunales que constituían su único medio de subsistencia con el fin de poderles dar un ‘uso eficiente’ por parte de la clase propietaria, es decir, el pastoreo de ovejas, la lana de las cuales era muy valorada en Flandes. Estos desterrados serían un grave problema para el relato triunfalista de la revolución industrial (a lo Leibniz, ese mejor de los mundos posibles) y tendrían que ser invisibilizados, disciplinados y domesticados para pasar a constituir la nueva clase obrera inglesa. Los discursos de los autores liberales y moralistas que Polanyi o Thompson describen tan bien, criticando el comportamiento poco eficiente y productivo del pobre culpable de su pobreza (cuando había sido expulsado de su tierra por la fuerza!), evocan inevitablemente relatos de corte estalinista sobre la necesidad de re-educación del personal, del cual tú y yo ahora mismo somos resultado – idéntico al coetáneo discurso orientalista sobre el sujeto colonial: son vagos, holgazanes y brutos que tienen que ser civilizados e iluminados por el pensamiento racional. Eso a nivel interno: a nivel externo, se sucedía el colonialismo y el genocidio negro – el esclavo y el obrero asalariado como dos reflejos de la misma cosa – el libre trabajo como algo esencialmente extraño al liberalismo.
Una pregunta válida, dado el historial de la cosa, sería hasta qué punto el mercado se asemeja al mundo idealizado de Smith que después parió los DSGE y la respuesta es un bueno-sin-pasarse. Resulta que en un mundo de Homo Economicus no hay empresas, porque los empleados se guían por el oportunismo egoísta (free-riding). Pero en realidad (la de la sociología económica, no presentemos como natural otra visión de la cosa) resulta que se coopera mucho más y las relaciones de negocios que se consideran que determinan el éxito de una empresa no son en absoluto impersonales (Granovetter), sino fundamentadas en la cercanía y la reciprocidad con los clientes y proveedores (Uzzi, Powell). Obviamente también existen las relaciones impersonales y maximizadoras, que además son más frecuentes en general, pero no son cruciales como se las pinta.
Así que al final resulta que en el mercado cooperamos con los que tenemos cerca y maximizamos con los que tenemos lejos: vaya, igualito que lo que los antropólogos siempre han llamado reciprocidad. O, como lo llama Graeber, comunismo, porque se basa en dar de modo altruista, sin esperar nada a cambio (teóricamente) aunque en la práctica es un quid pro quo, hoy por ti, mañana por mí (o por otro que sea miembro del grupo). Este ‘mañana por mí’ implica la obligación de reciprocar el favor hecho, es decir, una deuda – eso constituye la sabia misma de la sociedad humana: una tupida red de favores y obligaciones en la que todos estamos inmersos. En la línea de la antropología, lo interesante de Graeber es este esfuerzo de situar las relaciones económicas en su contexto tanto social como moral, precisamente contra el esfuerzo habitual de los teóricos liberales de presentar un tipo muy específico de ellas como natural, universal y absoluto.
En ese sentido, se presenta como una mera operación matemática en un libro de cuentas -el saldo acumulado después de tener más gastos que ingresos durante varios periodos- lo que en el fondo es una obligación social con toda su profundidad humana: reciprocar un favor pasado. No es que operemos siempre con la misma racionalidad económica: utilizamos diferentes en contextos sociales diversos. Graeber cuenta, con razón, que en los contextos altruistas-comunistas, como la familia o la amistad (o una estrecha relación política o de negocios…) las relaciones profundas y largas lo son precisamente porque se construyen como un intercambio continuo de favores, pero en el cual la deuda contraída nunca termina de ser cancelada – porque cancelar definitivamente la deuda equivale a terminar la relación.
En cambio, en una relación impersonal, una reciprocidad lejana, la deuda siempre es cancelada ipso facto (porque a ver cuándo te veo otra vez). Más que si mercado postmoderno o tribu primitiva, el factor determinante es la frecuencia de interacción con la persona en cuestión.
El relato de Graeber es un fascinante viaje histórico esencialmente descriptivo pero muy poco analítico, a través de los primeros-cinco-mil-años de deuda como concepto más social que económico: cómo el primer Estado arcaico, en Sumeria, más que funcionar según el relato lysenkiano de Smith, sí documentaba en tabletas de arcilla la totalidad de las deudas contraídas en toda su complejidad (¡por algo se inventó la escritura!), cómo, mucho más tarde, fueron los Estados griegos que financiaron sus mercenarios, de aventura imperial, con la invención de la moneda (y así forzando la creación de mercados en los territorios conquistados, ya que ésos tenían que pagar el tributo imperial en esa misma moneda con la que el mercenario recibía la paga y ¡alehop! círculo cerrado), cómo la historia es una alternancia entre periodos de paz basados en complejos sistemas de crédito (época preclásica y medieval) tejidos a través de redes estables de confianza, y periodos de guerra y destrucción regidos por el complejo militar-monetario-esclavo (época clásica/axial)… Hasta llegar a la Inglaterra de Smith.
De ese modo, la armonía que desprende el relato lysenkiano de Smith -la sociedad entera se beneficia de que cada uno maximice su propio interés- no concuerda en nada con la violencia inusitada que supuso la activa planificación y construcción del laissez faire en Inglaterra. Los mercados son instituciones y no brotan espontáneamente – son construidos por agentes particulares y por ello requieren necesitan justificación ideológica que los presente como universales y absolutos – ése es el rol de Smith, de toda la teoría económica, que es ‘performativa’ y en absoluto neutra (Callon, MacKenzie, Mitchell). Cuando alguien te viene y te propone actuar como absolutos extraños -reciprocidad lejana- porque eso en el fondo nos beneficiará a todos, duda: sólo está justificando que no tenga que responder ante ninguna obligación social y así pueda metértela doblada, porque claro, eso se supone que es teóricamente el mercado (aunque luego no sea así). A nivel global, parece que eso es el neoliberalismo, sembrador de burbujas económicas allá donde se instala: mientras unos recogen los frutos de su inversión, los otros se sumen en deudas crónicas.
Fuente:Club Pobrelberg - Parvulesco
No sólo existe la crítica sobre el uso de las premisas, sino que una restricción meramente técnica como la falta de ordenadores con la que tratar las ingentes cantidades de datos que requiere el estudio de los sistemas complejos hacía que se priorizara, por necesidad práctica, la construcción de modelos teóricos sobre la econometría. Por lo que respecta a la metodología, se puede hablar de crisis del paradigma samuelsoniano de la ciencia económica – pero eso no quiere decir que no se pueda hacer ciencia. Lo que pasa es que uno pilla la sensación de que la antropología económica describe la realidad económica tal como es mientras que la ciencia económica, tal como debería ser (oséase, teniendo en cuentas tales premisas y tal).
Xavier Sala-i-Martín: Es lo que los economistas llaman incentivos. Y los incentivos excesivamente igualitaristas, que es lo que quieren los socialistas, hacen que las cosas no funcionen. Por ejemplo, una pregunta para ti: ¿crees que es 1) eficiente y 2) justo que un profesor ponga notables a toda la clase?Curioso que XSiM saque este ejemplo siendo profesor de Columbia, porque en Columbia se puntúa casi siempre con A, porque se da por descontado el esfuerzo del alumno en una universidad tan prestigiosa. De todas estas abstractas premisas, la más problemática es precisamente la premisa madre, la del Homo Economicus, un ser individual y robinsoncrusoniano, con derechos por justicia natural, producto de la imaginación ilustrada y que opera al margen de las relaciones sociales. Como comenta Granovetter, Adam Smith ya postula que un requisito necesario para la competencia perfecta es la atomización social. La cuestión está en que la misma realidad se construye, a nivel epistemológico, en el juego de interacciones humanas – lo que llamamos realidad es un discurso consensuado sobre qué alucinaciones son compartidas y cuáles no – una alucinación se constituye socialmente como tal (como enfermedad mental) cuando se vive sólo individualmente, al margen del colectivo. Es por eso que el Homo Economicus es un enfermo mental.
Jotdown: Ni lo uno ni lo otro, evidentemente.
O, dicho de otro modo, una utopía. Polanyi apunta bien en esto: el libre mercado -es decir, regido por interacciones impersonales con la única función de maximizar la utilidad individual- no puede convertirse en el mecanismo central que organice toda una sociedad, porque simplemente no está hecho para ello. Es su famoso double movement: la expansión del libre mercado implicará siempre una reacción en contra de la sociedad para protegerse de él, llámese fascismo, comunismo, socialdemocracia, altermundialismo o la PAH. En otras palabras, el liberalismo nos impone una visión idealizada y artificial del ser humano y de la sociedad, como si fuera cualquier otra ideología utópica, y no escapa por lo tanto de sus mismas problemáticas totalitarias: imponer la atomización social como quería Smith es algo que simplemente va contra natura, si es que existe la natura humana…
Sus mismas problemáticas totalitarias – un gravísimo cataclismo social: cuando Smith escribía sus textos, en ese momento en la misma Inglaterra muchos campesinos estaban siendo masivamente expulsados y expropiados de las tierras comunales que constituían su único medio de subsistencia con el fin de poderles dar un ‘uso eficiente’ por parte de la clase propietaria, es decir, el pastoreo de ovejas, la lana de las cuales era muy valorada en Flandes. Estos desterrados serían un grave problema para el relato triunfalista de la revolución industrial (a lo Leibniz, ese mejor de los mundos posibles) y tendrían que ser invisibilizados, disciplinados y domesticados para pasar a constituir la nueva clase obrera inglesa. Los discursos de los autores liberales y moralistas que Polanyi o Thompson describen tan bien, criticando el comportamiento poco eficiente y productivo del pobre culpable de su pobreza (cuando había sido expulsado de su tierra por la fuerza!), evocan inevitablemente relatos de corte estalinista sobre la necesidad de re-educación del personal, del cual tú y yo ahora mismo somos resultado – idéntico al coetáneo discurso orientalista sobre el sujeto colonial: son vagos, holgazanes y brutos que tienen que ser civilizados e iluminados por el pensamiento racional. Eso a nivel interno: a nivel externo, se sucedía el colonialismo y el genocidio negro – el esclavo y el obrero asalariado como dos reflejos de la misma cosa – el libre trabajo como algo esencialmente extraño al liberalismo.
Una pregunta válida, dado el historial de la cosa, sería hasta qué punto el mercado se asemeja al mundo idealizado de Smith que después parió los DSGE y la respuesta es un bueno-sin-pasarse. Resulta que en un mundo de Homo Economicus no hay empresas, porque los empleados se guían por el oportunismo egoísta (free-riding). Pero en realidad (la de la sociología económica, no presentemos como natural otra visión de la cosa) resulta que se coopera mucho más y las relaciones de negocios que se consideran que determinan el éxito de una empresa no son en absoluto impersonales (Granovetter), sino fundamentadas en la cercanía y la reciprocidad con los clientes y proveedores (Uzzi, Powell). Obviamente también existen las relaciones impersonales y maximizadoras, que además son más frecuentes en general, pero no son cruciales como se las pinta.
Así que al final resulta que en el mercado cooperamos con los que tenemos cerca y maximizamos con los que tenemos lejos: vaya, igualito que lo que los antropólogos siempre han llamado reciprocidad. O, como lo llama Graeber, comunismo, porque se basa en dar de modo altruista, sin esperar nada a cambio (teóricamente) aunque en la práctica es un quid pro quo, hoy por ti, mañana por mí (o por otro que sea miembro del grupo). Este ‘mañana por mí’ implica la obligación de reciprocar el favor hecho, es decir, una deuda – eso constituye la sabia misma de la sociedad humana: una tupida red de favores y obligaciones en la que todos estamos inmersos. En la línea de la antropología, lo interesante de Graeber es este esfuerzo de situar las relaciones económicas en su contexto tanto social como moral, precisamente contra el esfuerzo habitual de los teóricos liberales de presentar un tipo muy específico de ellas como natural, universal y absoluto.
En ese sentido, se presenta como una mera operación matemática en un libro de cuentas -el saldo acumulado después de tener más gastos que ingresos durante varios periodos- lo que en el fondo es una obligación social con toda su profundidad humana: reciprocar un favor pasado. No es que operemos siempre con la misma racionalidad económica: utilizamos diferentes en contextos sociales diversos. Graeber cuenta, con razón, que en los contextos altruistas-comunistas, como la familia o la amistad (o una estrecha relación política o de negocios…) las relaciones profundas y largas lo son precisamente porque se construyen como un intercambio continuo de favores, pero en el cual la deuda contraída nunca termina de ser cancelada – porque cancelar definitivamente la deuda equivale a terminar la relación.
En cambio, en una relación impersonal, una reciprocidad lejana, la deuda siempre es cancelada ipso facto (porque a ver cuándo te veo otra vez). Más que si mercado postmoderno o tribu primitiva, el factor determinante es la frecuencia de interacción con la persona en cuestión.
El relato de Graeber es un fascinante viaje histórico esencialmente descriptivo pero muy poco analítico, a través de los primeros-cinco-mil-años de deuda como concepto más social que económico: cómo el primer Estado arcaico, en Sumeria, más que funcionar según el relato lysenkiano de Smith, sí documentaba en tabletas de arcilla la totalidad de las deudas contraídas en toda su complejidad (¡por algo se inventó la escritura!), cómo, mucho más tarde, fueron los Estados griegos que financiaron sus mercenarios, de aventura imperial, con la invención de la moneda (y así forzando la creación de mercados en los territorios conquistados, ya que ésos tenían que pagar el tributo imperial en esa misma moneda con la que el mercenario recibía la paga y ¡alehop! círculo cerrado), cómo la historia es una alternancia entre periodos de paz basados en complejos sistemas de crédito (época preclásica y medieval) tejidos a través de redes estables de confianza, y periodos de guerra y destrucción regidos por el complejo militar-monetario-esclavo (época clásica/axial)… Hasta llegar a la Inglaterra de Smith.
“No es de la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero de lo que esperamos nuestra cena, sino de sus miras al interés propio, y nunca les hablamos de nuestras necesidades sino de sus ventajas” – La Riqueza de las NacionesAl contrario, una vez más: como indica Graeber, el problema de Smith es que uno sí apelaba a la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero, porque se vivía a crédito -entendido como confianza interpersonal-, que era el fundamento de las economías locales de entonces. En ese momento, dos racionalidades convivían en la misma sociedad – el crédito en el comercio local, pero los impuestos tenían que ser pagados en metálico – impuestos para sufragar la deuda del Estado inglés, sumido en guerras endémicas, con los bancos. La moneda, primero oro y plata y luego papel, concebida como deuda del Estado y controlada por banqueros, gobierno y grandes mercaderes, constituía el medio de intercambio habitual en los edificios comerciales y de gobierno – y ésos no dudaron en usar las instituciones estatales, como la policía y las cárceles, para imponerla en toda la población y extraerle el máximo de su productividad, disciplinándola y domesticándola. La ideología liberal justificó todo ese proceso por mor de una eficiencia abstracta que iba a beneficiar tanto empleador como empleado – aunque luego eso no pasara y el aumento de productividad se la quedara tan sólo uno de los dos.
De ese modo, la armonía que desprende el relato lysenkiano de Smith -la sociedad entera se beneficia de que cada uno maximice su propio interés- no concuerda en nada con la violencia inusitada que supuso la activa planificación y construcción del laissez faire en Inglaterra. Los mercados son instituciones y no brotan espontáneamente – son construidos por agentes particulares y por ello requieren necesitan justificación ideológica que los presente como universales y absolutos – ése es el rol de Smith, de toda la teoría económica, que es ‘performativa’ y en absoluto neutra (Callon, MacKenzie, Mitchell). Cuando alguien te viene y te propone actuar como absolutos extraños -reciprocidad lejana- porque eso en el fondo nos beneficiará a todos, duda: sólo está justificando que no tenga que responder ante ninguna obligación social y así pueda metértela doblada, porque claro, eso se supone que es teóricamente el mercado (aunque luego no sea así). A nivel global, parece que eso es el neoliberalismo, sembrador de burbujas económicas allá donde se instala: mientras unos recogen los frutos de su inversión, los otros se sumen en deudas crónicas.
Fuente:Club Pobrelberg - Parvulesco
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