Los encapuchados se reconocen por las toses.
Masacran a alguien durante un mes y después dicen a lo que queda de él: "Fue un error". Cuando sale, ha perdido el trabajo. También los documentos.
Por leer o decir una frase dudosa, un maestro o profesor puede ser destituido; y se queda sin empleo si lo detienen, aunque sea por una hora y por error.
A los uruguayos que canten con cierto énfasis, en una ceremonia pública, la estrofa del himno nacional que dice: ¡Tiranos temblad!, se les aplica la ley que condena "el ataque a la moral de las Fuerzas Armadas": dieciocho meses aséis años de prisión. Por garabatear en un muro Viva la libertad o arrojar un volante en la calle, un hombre ha de pasar en la cárcel, si sobrevive a la tortura, buena parte de su vida. Si no sobrevive, el certificado de defunción dirá que pretendió huir, dando un traspié y precipitándose al vacío, o que se ahorcó, o que ha fallecido víctima de un ataque de asma. No habrá autopsia.
Se inaugura una cárcel por mes. Es lo que los economistas llaman Plan de Desarrollo.
Pero, ¿y las jaulas invisibles? ¿En qué informe oficial o denuncia de oposición figuran, los presos del miedo? Miedo a perder el trabajo, miedo a no encontrarlo, miedo de hablar, miedo de escuchar, miedo de leer. En el país del silencio, se puede terminar en un campo de concentración por culpa del brillo de la mirada. No es necesario echar a un funcionario: alcanza con hacerle saber que puede ser destituido sin sumario y que nadie le dará nunca empleo. La censura triunfa de verdad cuando cada ciudadano se convierte en el implacable censor de sus propios actos y palabras.
La dictadura convierte en cárceles los cuarteles y las comisarías, los vagones abandonados, los barcos en desuso. ¿No convierte también en cárcel la casa de cada uno?
Extracto del libro Días y noches de Amor y de Guerra, de Eduardo Galeano
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