En muchos de los Estados modernos, los tratados constitucionales explicitan que el Gobierno y toda su maquinaría tienen como deber último trabajar por la felicidad de sus ciudadanos (o por su bienestar como se indica en las Constituciones más recientes). Para ello, el Estado cuenta con la inestimable ayuda de su compañero de viaje: el capitalismo en cualquiera de sus versiones contemporáneas. Juntos han puesto en pie una maquinaria gigantesca destinada a satisfacer ese gran objetivo.
El primer paso es definir el concepto de felicidad porque como acostumbra a pasar en nuestras democracias eso es una tarea que no recae en el pueblo si no en las elites dominantes. Para realizar esta tarea la dualidad gobernante pone diversos mecanismos en marcha.
El primero de ellos es el sistema educativo, donde desde las edades más tempranas se encargan, de manera muy efectiva, de ir aniquilando cualquier esperanza de formar un espíritu crítico y reflexivo capaz de sacar sus propias conclusiones acerca de la realidad que les rodea, de esta manera se prepara el terreno para el posterior adoctrinamiento que tiene como base la creencia de que todo lo que el Estado dispone ha de ser por fuerza lo que más nos conviene. A esto se le suma una educación basada en la competitividad y los méritos individuales cuya única finalidad es conseguir un puesto de trabajo que nos permita ganar el dinero necesario para llevar una vida feliz según los cánones oficiales.
Otro de los mecanismos de los que dispone el poder son los medios de comunicación, teniendo un papel fundamental la televisión. Son estos medios los que proporcionan de manera inmediata y repetitiva las imágenes de lo que debe ser la aspiración de todo ciudadano. Constantemente, nos muestran a personas que son el modelo a seguir por todos porque una de las claves de la felicidad tal y como la entienden los poderosos es el éxito, sobre todo el profesional, ya que este éxito garantiza el poder adquisitivo necesario para alcanzar el ideal de felicidad. Por supuesto, los modelos que presentan se corresponden con personas que no han necesitado desarrollar su intelecto ni sus capacidades emocionales para llegar a lo más alto, sólo hay que ver que hoy en día los deportistas de élite, los personajes televisivos y demás gentes relacionadas con el mundo del ocio son el ideal que debemos aspirar a alcanzar el común de los mortales, es decir, ocupaciones que no aportan nada al desarrollo del ser humano ni de la sociedad. Obviamente, no hay lugar dentro de ese modelo para personas que dedican su vida a trabajar por un mundo mejor porque eso puede estar bien como mera anécdota en el currículum vital de una persona pero no como ocupación principal.
Para remarcar todos estos aspectos, el Poder dispone de una tercera vía de adiestramiento que sirve al mismo tiempo como referente de una vida feliz y como escaparate de todo aquello que como buenos ciudadanos debemos aspirar a poseer. Esta vía es la industria del ocio.
Día tras día, esta enorme maquinaria nos enseña a través de sus pantallas, sus altavoces, sus viajes organizados y el resto de sus innumerables posibilidades cómo debería ser la vida de una persona feliz. Aquí es donde se pone la guinda al pastel para acabar de convencernos (si es que no lo estamos ya) de que somos seres afortunados que tenemos a nuestro alcance un sinfín de productos y servicios de los que podemos disfrutar para alcanzar una vida perfectamente feliz.
Así con todos estos mecanismos funcionando a pleno rendimiento, las personas acabamos cayendo en su juego y dejando de lado cualquier aspiración personal para sucumbir a las ideas dominantes. Con ello, aceptamos plenamente la idea de que nuestra finalidad debe ser procurarnos la felicidad, por supuesto la felicidad que las Instituciones dominantes han diseñado para nosotros y que no es más que la acumulación de pertenencias que poco o nada aportan a nuestro desarrollo integral como seres humanos.
De esta manera, encontramos que alguien se define como feliz cuando posee todo aquello que su rango ocupacional (es decir, según el trabajo que desarrolle y el sueldo que percibe por ello) le permite e incluso un poco más gracias a la generosidad de los bancos que le conceden créditos por encima de sus posibilidades para poder mejorar esos bienes tan preciados que le hacen tan feliz. Al final todo queda reducido a una mera cuestión de consumo: para ser feliz hay que tener el mejor coche (o coches porque con uno sólo no es suficiente) la mejor casa, los mejores electrodomésticos, cuantas más televisiones mejor, por lo menos unas vacaciones al año (cuanto más lejos sean del hogar mejor para el nivel de felicidad), el mejor colegio para la descendencia (lo de mejor colegio suele medirse en función del dinero que cuesta la escolarización) y muchísimas más cosas que todos y todas seguro tenemos en mente ahora mismo.
Este es el tipo de carrera desenfrenada en la que nos vemos embarcados si queremos ser felices tal y como debe ser. Por supuesto, estamos tan absortos por el pensamiento dominante que nos deslizamos por la vida en pos de esta felicidad carente de contenido y de esfuerzo que sólo requiere de nosotros que trabajemos religiosamente durante toda nuestra vida.
Este concepto de felicidad se ha visto enormemente reforzado desde que se instauró el llamado “Estado del Bienestar” puesto que a partir de ahí, al tener “cubiertas” las necesidades sanitarias, educativas y sociales, las personas sólo tuvieron que preocuparse por alcanzar el ideal expuesto.
Estas ideas inculcadas por el Poder tienen unos beneficios monstruosos para aquellos que lo ostentan. Por un lado, garantizan el constante consumo que está en la base del funcionamiento del sistema capitalista y que reporta los beneficios económicos de los que se alimentan las grandes corporaciones. Por otro lado, asegura una constante masa de personas dispuestas a trabajar bajo las condiciones que sean con tal de poder tener acceso a los productos que garantizan la felicidad. También se consigue mantener a la mayoría de la población en un estado de empobrecimiento intelectual y espiritual que sirve para que este mismo Poder no pueda verse amenazado. En definitiva, es un negocio redondo para los que están en posiciones privilegiadas que se lucran y se afianzan a cada día que pasa bajo este modelo de felicidad indolora que nos han impuesto.
Frente a todo esto, y en nuestra opinión, debe ponerse sobre la mesa que este concepto de felicidad está vacío y de nada sirve, puesto que no es posible la felicidad basada en lo material. No es posible porque esta felicidad necesita, para poder sustentarse, que dos tercios de la población mundial estén al borde de la muerte, no es posible porque mientras los seres humanos no entendamos que todos formamos parte de la misma historia jamás seremos plenamente felices, no es posible porque no se puede vivir bajo la amenaza constante del exterminio, no es posible porque vamos de cabeza a la destrucción del planeta que nos sustenta, no es posible porque no es un modelo válido para las próximas generaciones, no es posible porque excluye cualquier referencia a todo lo que no sea individualista y, por tanto, contrario al bien común.¿Somos felices sabiendo que a nuestro alrededor mil millones de personas mueren de hambre a causa de nuestra insaciable hambre de “felicidad”? ¿Somos felices sabiendo que no habrá un planeta en el que puedan vivir las próximas generaciones? ¿Somos felices sabiendo que millones de inocentes mueren a causa de las guerras organizadas exclusivamente para asegurar los recursos que permiten esta “felicidad”? Sinceramente, creo que no. Me niego a pensar que tener el último modelo de teléfono, cambiar de coche con regularidad o hacer un crucero por el Mediterráneo compensen estas realidades de muerte y destrucción de las que se sirven.
Fuente:Quebrantando el silencio
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