Una
mirada crítica a las pedagogías progresistas del capitalismo
tecno-industrial. De cómo los pedagogos son capaces de ser sólo
“revolucionarios” con altos salarios y creen cambiarlo todo mientras, en
realidad, contribuyen a que todo siga igual.
Supuesto
pedagogo de profesión, me he negado siempre a escribir de pedagogía.
Quizá por no reconocer la miserabilidad de mi profesión y querer
esconder, dejando así enterrado, el lado profesional –triste palabra,
somos profesionales, técnicos, y, en suma, gestores del capitalismo– de
mi vida. Han profesionalizado nuestras existencias, las han
especializado, las han tecnificado hasta el límite. La división del
trabajo, el fordismo salvaje, impuesto desde pequeñitos, nos hace ser
perfectos autómatas programados. Elección magistral hecha
en base a lo menos malo por no trabajar montando escenarios, cocinando
cadáveres de animales asesinados para el consumo, o limpiando unos
grandes almacenes (he aquí mi panóptico profesional).... En fin, no me
expandiré aquí en una pléyade de excusas que poco os pueden interesar.
No entiendo como alguien puede sentirse bien en su trabajo. No puedo
comprender como alguien, prostituyéndose a los intereses produccionistas
del Estado-capital, puede ser feliz. Me horroriza ver las sonrisas de
quien, bajo el yugo del trabajo asalariado que compra horas de vida para
producir plusvalía en beneficio de clase privilegiada que nos gobierna,
permanece contento de tener lo que le imponen. Un ladrón, un criminal,
un loco –denominados así por esta sociedad enferma– ¿son acaso peores
que nosotros que permanecemos sumisos al mercado y sus imposiciones? No
hay mayor ceguera que la que se excusa en la comodidad de sus actos.
Jacob, miembro del grupo francés anarquista los Trabajadores de la noche defendió el robo escupiendo palabras en forma de bala para los bienpensantes de la República francesa:
«Llamáis
a un hombre "ladrón y bandido", le aplicáis el rigor de la ley sin
preguntaros si él puede ser otra cosa. ¿Se ha visto alguna vez a un
rentista hacerse ratero? Confieso no conocer a ninguno. Pero yo que no
soy ni rentista ni propietario, que no soy más que un hombre que sólo
tiene sus brazos y su cerebro para asegurar su conservación, he tenido
que comportarme de otro modo. La sociedad no me concedía más que tres
clases de existencia: el trabajo, la mendicidad o el robo. El trabajo,
lejos de repugnarme, me agrada, el hombre no puede estar sin trabajar,
sus músculos, su cerebro poseen una cantidad de energía para gastar. Lo
que me ha repugnado es tener que sudar sangre y agua por la limosna de
un salario, crear riquezas de las cuales seré frustrado. En una palabra,
me ha repugnado darme a la prostitución del trabajo. La mendicidad es
el envilecimiento, la negación de cualquier dignidad. Cualquier hombre
tiene derecho al banquete de la vida. El derecho de vivir no se mendiga,
se toma.
El robo es la
restitución, la recuperación de la posesión. En vez de encerrarme en una
fábrica, como en un presidio; en vez de mendigar aquello a lo que tenía
derecho, preferí sublevarme y combatir cara a cara a mis enemigos
haciendo la guerra a los ricos, atacando sus bienes... Ciertamente, veo
que hubierais preferido que me sometiera a vuestras leyes; que, obrero
dócil, hubiese creado riquezas a cambio de un salario irrisorio y, una
vez el cuerpo ya usado y el cerebro embrutecido, hubiese ido a reventar
en un rincón de la calle. Entonces no me llamaríais "bandido cínico",
sino "obrero honesto". Con halago me hubierais incluso impuesto la
medalla del trabajo. Los curas prometen el paraíso a sus embaucados;
vosotros sois menos abstractos, les ofrecéis papel mojado» (1)
Toda
una declaración de principios. Algunos tememos dar ese paso, sólo la
cobardía y el miedo a la cárcel, puede ser un planteamiento razonable
para que un revolucionario no actúe de tal manera. Dista mucho el
planteamiento de Jacob, atacando frontalmente los cimientos del
capitalismo, que el de quien pretende progresar en su trabajo,
felizmente convencido, autoengañado, hacia una supuesta revolución
social. Sólo el saqueo y el ataque directo a la ley pueden destrozar el
orden establecido. El resto, son quimeras parlamentarias ‑camufladas con
las más variopintas caretas y tambores– al alcance de todos. Pero, he
aquí, una rareza profesional no extinta: los maestros y pedagogos. Qué
no sólo están orgullosos de servir al Estado, sino que pueden llegar a
creer firmemente en propiciar un cambio social manipulando las maleables
mentes de los niños, cuando, lo más que hacen, es inculcar dosis de
democracia parlamentaria en estado puro.
La
tecnificación no escapa al mundo educativo. Sus lacayos, los maestros y
maestras, repiten sin parar el lenguaje creado artificialmente por las
elites universitarias al servicio del poder. Así son muchos los
maestros, mediadores socioculturales, psicólogos, equipos
multiprofesionales, logopedas, pedagogos terapéuticos, monitores de ocio
y tiempo libre, cuidadores, profesores, técnicos de enseñanza, incluso
técnicos de acción directa (así se denomina a unos profesionales que
trabajan en la cárcel de menores de Zambrana) quienes ponen en marcha
con orgullo metodologías participativas, recursos polivalentes,
materiales para primaria y secundaría; que crean herramientas
constructivas, integradoras e inclusivas, que evalúan y autoevalúan, que
no castigan sino que “implantan consecuencias”. Que destinan a los
niños desobedientes a los equipos de orientación y recuperación, que
profundizan en la miserabilidad de sus vidas e imponen veladamente
dinámicas de grupo, juegos de rol y elocuentes debates que hacen
apología –quizá sin pretenderlo- del intercambio de mercancías, de
consumismo salvaje, de la sociedad espectacular.
Los
trabajadores de la educación dan por incuestionable un axioma: los
niños no poseen las capacidades mentales adecuadas y hay que
reconducírselas. Parten de que si la conducta de los niños está por
determinar, son ellos quienes lo harán magistralmente, atribuyéndose la
verdad, la razón, la “creatividad” y por tanto aniquilándosela siempre
al niño, que pequeño por edad, no puede valerse por si mismo. Esta
autoatribución en sus funciones, este exceso de hedonismo, de poder
completar a los otros siempre haciendo el bien, incluso propiciando el
cambio social, siempre concebido como una verdad universal e
incuestionable, es un mal endémico escolar ¿Quién determina esos
parámetros? ¿Quién establece esos criterios? ¿Quién se cree más cabal
que un niño?
Vemos
a los niños avanzar con los años y se van contaminando por la
influencia detestable de los adultos. ¿Somos las personas adultas más
cuerdas que ellos? Sólo cabe echar un vistazo al caos mercantil que rige
nuestras vidas para deducir que no. Pero ni si quiera se duda. Se
establece un rol erróneo nefasto: el que sabe y el que no sabe. El que,
de manera increíble, se atribuye el monopolio de la verdad y la va a
trasmitir a los pequeños. Una superioridad camuflada en los criterios
pedagógicos progresistas realmente reaccionaria. Se establecen
relaciones de dominación y, por tanto, de obediencia. Entre adultos
estaría mal visto. Pero hablamos de niños, y por sólo ese hecho, carecen
de principios. Por su bien contaminamos sus vidas. Hay un rol escolar
maestro-alumno plagado de historia impositiva que es en si mismo
inevitable. Un alumno y un maestro en un aula juegan una disposición
autoritaria en la que no caben parámetros de equidad por mucho que se
pretendan. La relación de poder será siempre desigual por mucho que esta
se camufle. De ahí es normal que los alumnos están siempre a la
defensiva con el maestro, desconfíen siempre de él y hasta lo vean como
un enemigo. Escuela popular, escuela liberadora, incluso escuela libre,
son eufemismos tales como denominar a las cárceles centros de
reinserción y a los ejércitos humanitarios. Los pedagogos progresistas
no pueden oír de hablar de la destrucción de la escuela. No pueden
soportar escuchar que la escuela – al igual que la fabrica y la cárcel-
es algo muy reciente en la historia de la humanidad. No pueden entender
que hay sociedades que hoy en día se rigen sin escuelas (aunque se las
traten de imponer, por ejemplo, a los indígenas) y se trasmiten cultura,
sensaciones y sentimientos de manera mucho menos impositiva que
cualquier forma de escuela a través de diferentes formas artísticas. No
quieren saber que la escuela nace de sus homónimos progresistas
ilustrados que pretenden otorgar al estado el monopolio de la educación,
alejados de la peculiaridad familiar y barrial, y sometidos a la
homogeneización que el Estado realiza a través del ámbito escolar.
Escuela y cárcel, dos instituciones que, como universales, no distan
tanto en el tiempo. La una prepara productores para el capital, la otra
encierra a quien no produce como le enseñaron y desobedece la imposición
del mercado; la ley. No hay nada peor que un pequeño alumno que falta a
clase, al igual que es intolerable para la patronal cuando un
trabajador falta al trabajo. Norma burguesa infranqueable para los
buenos ciudadanos, para los buenos pedagogos progresistas. Acto penado
por la ley.
No
quieren oír hablar de las teorías de la desescolarización porque....
¿De que vivirían los maestros sin escuelas? ¿Dónde encontrarían ellos,
progresistas y respetuosos humanistas, su espacio de dominación y
superioridad? ¿Cuantos profesores pueden sentirse revolucionarios
cobrando 40€ la hora en medio de la pasividad de sus vidas?
¡Cuantos
monitores de ocio y tiempo libre, educadores sociales, técnicos del
ocio, pueden ayudar a los demás sólo con altos salarios mientras son
incapaces de involucrarse en la guerra social por el fin de las clases!
¡Qué sería de sus revoluciones sin el dinero que les proporciona el
estado y el capital! ¡Que sería de sus cambios sociales sino fuera por
la mercancantilización de su trabajo! ¡Que sería de sus dinámicas de
grupo si no estuvieran pagadas como un salario “alto standing”!. No
serían nada. Todo lo pueden dentro del trabajo asalariado, nada valen
fuera de él. Contribuyendo al engorde de la maquinaria capitalista dicen
poder combatirla. "Todo esta en la educación, es la base para cambiar
las cosas", repiten mientras se suceden las generaciones y el orden
establecido es cada vez más férreo. Contribuyen mejor que nadie a pagar
la paz social. Pedro García Olivo explica la docilidad social emanada de
los funcionarios del estado a la perfección:
«Ningún
colectivo como el de los funcionarios para ejemplificar esta suerte de
docilidad sin convencimiento, docilidad exánime, animal, diría que
meramente "alimenticia": escudándose en su sentido del deber, en la
obediencia debida o en la ética profesional, estos hombres, a lo largo
de la historia reciente, han mentido, secuestrado, torturado,
asesinado,... Se ha hablado, a este respecto, de una "funcionarización
de la violencia", de una "funcionarización de la ignominia"...
Significativamente, estos "profesionales" que no retroceden ante la
abyección, capaces de todo crimen, rara vez aparecen como fanáticos de
una determinada ideología oficial, creyentes irretractables en la
filantropía de su oficio o adoradores encendidos del Estado... Son,
sólo, hombres que obedecen...
Yo
he podido comprobarlo en el dominio de la educación: se siguen las
normas porque sí; se acepta la Institución sin pensarla (sin leer, valga
el ejemplo, las críticas que ha merecido casi desde su nacimiento); se
abraza el profesor al "sentido común docente" sin desconfiar de sus
apriorismos, de sus callados presupuestos ideológicos; y, en general, se
actúa del mismo modo que el resto de los "compañeros", evitando
desmarques y desencuentros. Esta docilidad de los funcionarios se
asemeja llamativamente a la de nuestros perros: el Estado los mantiene
"bien" (comida, bebida, tiempo de suelta,...) y ellos, en pago,
obedecen. Igual que nuestro perro, condiciona su fidelidad al trato que
recibe y probablemente no nos considera el mejor amo del mundo, el
funcionario no necesita creer que su Institución, el Estado y el Sistema
participan de una incolumidad destellante: mientras se le dé buena
vida, obedecerá ladino... Y encontramos, por doquier, funcionarios
escépticos, antiautoritarios, críticos del Estado, anticapitalistas,
anarquistas,..., obedeciendo todos los días a su Enemigo sólo porque
éste les proporciona rancho y techo, limpia su rincón, los saca a
pasear... Me parece que la docilidad de nuestros días, en general, y ya
no sólo la "docilidad funcionaria", acusa esta índole perruna... » (2)
Educación
y escuela se funden en el mismo concepto para los planteamientos
pedagógicos de hoy en día. Nada más falso. La “importancia y necesidad”
de la escuela es un mal endémico del capitalismo y del Estado que los
pedagogos ya han asumido como suyo. Sólo las teorías de la
desescolarización han acertado a arañar las imposturas de los
progresistas pedagógicos. Teorías enterradas incluso por los propios
libertarios. La escuela, por su propia concepción y estructura, nunca
podrá propiciar una revolución social. Por mucho que se maquille el
envoltorio, la escuela es una imposición del progresismo burgués.
Al
inicio hicimos notar el surgimiento de la educación institucionalizada;
de ahí a nuestra actual situación encontramos no solo a la escuela sino
a la mayoría de los organismos de la sociedad con el virus de la
institucionalización. Toda actividad humana está amenazada por una ley
que rige el deber ser de cada uno de nosotros; nacimos para desempeñar
una función que nos han de asignar a través del proceso de la
escolarización. La planificación (la definición) se ha vuelto la
esquizofrenia de la sociedad. La justificación más grande que ha usado
la escuela para adoctrinar al niño desde temprana edad aparece con el
pensamiento burgués (Locke). El niño es considerado un ser
irresponsable, incapaz de la conciencia y por ende de la madurez que
posteriormente le dará su libertad. El sometimiento (desplazando el
aprendizaje extraescolar donde se da el conocimiento de mayor contenido)
se presenta como necesario y forzoso. Los niños se convierten en
ineptos desde el principio, dependientes de las instituciones. La
transferencia de responsabilidad desde sí mismo hacia una institución
garantizará el estancamiento social.
«Si
no existiese una institución de aprendizaje obligatorio y para una edad
determinada, la "niñez" dejaría de fabricarse. En el presente, la
democracia cayó sobre los desposeídos, y con la ley de que todos deben
tener acceso a los cuarteles escolares de gobierno, se les ha aplicado
el sello de ignorantes igual que a la niñez privilegiada, ahora todos
están iguales» Ivan Ilich. La sociedad desescolarizada.
Notas
1:
Extracto sacado de la declaración de Alexander Marius Jacob en marzo de
1905 donde tiene lugar en la audiencia de Amiens (Francia) el proceso
contra los Trabajadores de la noche. Detenidos desde 1903,
detención que ponía fin a una actividad de tres años con más de 150
robos en domicilios, hoteles, castillos e iglesias.
2: Extracto del libro El enigma de la docilidad.
Sobre la implicación de la Escuela en el exterminio global de la
disensión y de la diferencia. Autor: Pedro García Olivo. Edita: Virus.
Extraído de http://arrezafe.blogspot.com.es
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