Actualmente, los estados tienen tecnologías del control tan
avanzadas, que en la mayoría de las circunstancias ni tan siquiera
necesitarían la utilización de prisiones. Disponen de medios
tecnológicos tan sofisticados, que se puede localizar el número de
móvil de una persona, hacerle una llamada, y cuando responde, lanzarle
un misil tierra-tierra y fulminarlo a él y a todo su séquito.
Pese a lo que comentan, la mayoría de la población penitenciaria no tiene nada que ver con eso que los políticos llaman “perfiles” violentos o peligrosos y que tanto beneficio mediático les reporta. De tanto en tanto es necesario crear cierta alarma social a través de los medios y de casos puntuales, para enviar el mensaje claro a la población de que un inminente y aterrador peligro está a punto de fulminarnos, y que ese psicópata, asesino y criminal violador o esas peligrosísimas bandas de mafias violentas de algún lugar del este, pueden ser cualquiera con quienes nos cruzamos en la calle. Aquí mismo sin ir más lejos, si hiciéramos caso al sensacionalismo de esa prensa amarilla que modela nuestra opinión, tendríamos a varios peligrosos criminales leyendo estas líneas.
Desde ese aterrador imaginario colectivo, la prisión cumple también su función, saber que hay un lugar en el que se encierran todos nuestros miedos atávicos representados por esos perfiles que nos atormentan. La controversia entre libertad y seguridad, es un falso dilema que se nos plantea para encubrir que el verdadero peligro es ese poder que reclama limitar la libertad por nuestra seguridad.
La realidad carcelaria es muy distinta a la de esas fantasías terroríficas, y la mayoría de las personas que están encerrados en las cárceles, lo están no por ser un peligro, sino por haber cometido un delito cuestionable.
Evitando llegar a la raíz del conflicto, sin entrar a valorar el significado de ley y delito, la mayoría de personas que se encuentran hoy día privadas de libertad, lo están por razones de necesaria supervivencia.
Casi la mitad de las personas encarceladas, son migradas que buscaban salir de la pobreza. Otro gran porcentaje, son personas autóctonas que hicieron lo propio…, y es que en la cárcel, la inmensa mayoría de personas que vamos a encontrar tienen en común que este sistema las ha llevado a una pobreza de solemnidad (empobrecido). También se habla de ellas como “personas en riesgo de exclusión” sin preguntarnos ¿quién excluye a quién?.
Se afirma que la finalidad de la prisión es la reinserción, pero eso es otra tremenda falsedad publicada como verdad de grandes titulares. ¿Acaso situamos primero a las personas en el “riesgo” de la exclusión para reinsertarlas después? Eso es perversión. La cárcel existe porque no sólo funciona como potente imaginario amenazante, sino también como realidad, y esta no es otra que la de su inmenso negocio, a la vez que espacio de impunidad que sirve como laboratorio social sobre el que realizar diferentes tipos de experimentos, en grupos reducidos de población, y sometidos a un estricto control de variables físicas, psicológicas, químicas y sociales y a un sistemático ritual o protocolo de sometimiento disciplinar.
Las cárceles, además de la utilización de la tecnología electrónica, instrumentaliza ciencias sociales como la psicología, para ensayar sistemas de control social, de sumisión y de explotación, de manera que los equipos de tratamiento, compuestos por diferentes profesionales, adquieren una importancia mayor en lo que llaman tratamiento individualizado penitenciario, basado en retorcidas lógicas de un riguroso reglamento disciplinario, una asfixiante estructura fuertemente jerarquizada y en los más despreciables fundamentos de la psicología cognitivo-conductual, de estudios sobre las personas, con prevalencia del castigo, y buscando el cambio y la modificación de conductas a través del más severo rigor disciplinario, la violencia institucional de sus funcionarios, la impunidad del silencio corporativo o la administración indiscriminada de medicación neuroléptica, auténticas camisas de fuerza químicas. ¿Os habéis preguntado alguna vez el porqué del impresionante gasto de la institución penitenciaria en medicaciones tan adictivas o con efectos secundarios tan devastadores como los neurolépticos o porqué “ilegaliza” unas sustancias, para distribuir otras “legalizadas” para su exclusiva venta por las farmacéuticas?. ¿Sabéis que el tratamiento de metadona que se institucionaliza en las prisiones, es bastante más perjudicial que la heroína?
No podemos olvidar la triste y decisiva función que ha tenido la arquitectura en la finalidad de las prisiones, en su diseño y en idear construcciones para la privación de libertad, la gestión del dolor y el tiempo o la mortificación de los cuerpos que encierran los espacios de sus diseños. Nada en la prisión es gratuito, todo cumple su finalidad correctora, punitiva y de “ortopedia social” de sumisión, como si el delito fuera una deformidad o una anomalía y no el producto de un pacto entre las oligarquías, para protegerse del temor a la ira del pueblo. Una finalidad que dice que reinserta, aunque sea a golpes físicos, emocionales y psicológicos. Para ello, se han diseñado en el interior de las prisiones espacios adecuados y pensados para el aislamiento que, juntamente con otras medidas del ordenamiento carcelario como la dispersión (enviar a las personas presas lejos de su entorno familiar y afectivo), se convierten en instrumentos mucho más efectivos para la despersonalización de quien se encuentra en la más atormentadora incomunicación.
En la cárcel, todos tus efectos personales pueden ser revisados, observados, tocados, “invadidos” o saqueados por los vigilantes. Incluso, te pueden privar de esos objetos más personales que forman parte de tu identidad más íntima. Con el aislamiento se pretende destruir a la persona tal y como es. Con la dispersión, esa destrucción se potencia y premeditadamente se castiga al entorno familiar y afectivo que interiorizan un pesado malestar, con las grandes molestias que ocasionan las largas distancias de las visitas y la violencia de las humillaciones que, en ocasiones y de manera premeditada, exceden las atribuciones del registro.
La prisión colisiona intencionadamente contra la parte emocional. La persona encerrada se ve casi a diario privada del abrazo y el afecto de los suyos y en un entorno de hostilidad, como si eso formase parte de la condena de años de privación de libertad o del castigo natural por infringir leyes que se dictan para preservar los privilegios de los gobernantes, pues sólo son de obligado cumplimiento para quienes no forman parte del poder.
La cárcel, como cualquier institución represiva, no es sólo un indecente antídoto contra la revuelta de las desposeídas, sino también un impresionante negocio de explotación y dolor con el que se enriquecen sus gestores y las numerosas empresas de las familias de las grandes oligarquías capitalistas de este país, al tiempo que someten a la disciplina de una obscena “pedagogía” correctora y de tormento a una gran parte de la población, especialmente aquella a la que se priva de recursos y a la que consideran improductiva. La cárcel es a su vez, un instrumento de intimidación y una amenaza permanente contra todas aquellas personas que se atreven a revelarse contra las injusticias de un sistema que las encubre y sustenta, criminalizando las ideas y toda disidencia, convirtiendo cualquier respuesta política y la legítima defensa en delito.
La cárcel es esa institución que, como los asesinos ejércitos, la pagamos con nuestros impuestos, en perjuicio de las personas presas y en beneficio de sus acomodados gestores. Con nuestras aportaciones, no destruimos sólo el entorno natural que nos da vida, sino que atentamos contra la misma integridad de las personas y la vida de otros seres.
Si todo el esfuerzo y la impresionante inversión que se realiza en la construcción y el mantenimiento de las prisiones, se utilizara para paliar las graves diferencias sociales, muchas personas no entrarían en prisión.
Si buscáramos otras formas de gestionar, reparar y solucionar los conflictos, no habría prisiones.
Si intentáramos cambiar nuestras formas de relación, haríamos una revolución, y acabaríamos con el injusto capitalismo. Pero no sé si hoy hemos venido preparadas para eso…
Pese a lo que comentan, la mayoría de la población penitenciaria no tiene nada que ver con eso que los políticos llaman “perfiles” violentos o peligrosos y que tanto beneficio mediático les reporta. De tanto en tanto es necesario crear cierta alarma social a través de los medios y de casos puntuales, para enviar el mensaje claro a la población de que un inminente y aterrador peligro está a punto de fulminarnos, y que ese psicópata, asesino y criminal violador o esas peligrosísimas bandas de mafias violentas de algún lugar del este, pueden ser cualquiera con quienes nos cruzamos en la calle. Aquí mismo sin ir más lejos, si hiciéramos caso al sensacionalismo de esa prensa amarilla que modela nuestra opinión, tendríamos a varios peligrosos criminales leyendo estas líneas.
Desde ese aterrador imaginario colectivo, la prisión cumple también su función, saber que hay un lugar en el que se encierran todos nuestros miedos atávicos representados por esos perfiles que nos atormentan. La controversia entre libertad y seguridad, es un falso dilema que se nos plantea para encubrir que el verdadero peligro es ese poder que reclama limitar la libertad por nuestra seguridad.
La realidad carcelaria es muy distinta a la de esas fantasías terroríficas, y la mayoría de las personas que están encerrados en las cárceles, lo están no por ser un peligro, sino por haber cometido un delito cuestionable.
Evitando llegar a la raíz del conflicto, sin entrar a valorar el significado de ley y delito, la mayoría de personas que se encuentran hoy día privadas de libertad, lo están por razones de necesaria supervivencia.
Casi la mitad de las personas encarceladas, son migradas que buscaban salir de la pobreza. Otro gran porcentaje, son personas autóctonas que hicieron lo propio…, y es que en la cárcel, la inmensa mayoría de personas que vamos a encontrar tienen en común que este sistema las ha llevado a una pobreza de solemnidad (empobrecido). También se habla de ellas como “personas en riesgo de exclusión” sin preguntarnos ¿quién excluye a quién?.
Se afirma que la finalidad de la prisión es la reinserción, pero eso es otra tremenda falsedad publicada como verdad de grandes titulares. ¿Acaso situamos primero a las personas en el “riesgo” de la exclusión para reinsertarlas después? Eso es perversión. La cárcel existe porque no sólo funciona como potente imaginario amenazante, sino también como realidad, y esta no es otra que la de su inmenso negocio, a la vez que espacio de impunidad que sirve como laboratorio social sobre el que realizar diferentes tipos de experimentos, en grupos reducidos de población, y sometidos a un estricto control de variables físicas, psicológicas, químicas y sociales y a un sistemático ritual o protocolo de sometimiento disciplinar.
Las cárceles, además de la utilización de la tecnología electrónica, instrumentaliza ciencias sociales como la psicología, para ensayar sistemas de control social, de sumisión y de explotación, de manera que los equipos de tratamiento, compuestos por diferentes profesionales, adquieren una importancia mayor en lo que llaman tratamiento individualizado penitenciario, basado en retorcidas lógicas de un riguroso reglamento disciplinario, una asfixiante estructura fuertemente jerarquizada y en los más despreciables fundamentos de la psicología cognitivo-conductual, de estudios sobre las personas, con prevalencia del castigo, y buscando el cambio y la modificación de conductas a través del más severo rigor disciplinario, la violencia institucional de sus funcionarios, la impunidad del silencio corporativo o la administración indiscriminada de medicación neuroléptica, auténticas camisas de fuerza químicas. ¿Os habéis preguntado alguna vez el porqué del impresionante gasto de la institución penitenciaria en medicaciones tan adictivas o con efectos secundarios tan devastadores como los neurolépticos o porqué “ilegaliza” unas sustancias, para distribuir otras “legalizadas” para su exclusiva venta por las farmacéuticas?. ¿Sabéis que el tratamiento de metadona que se institucionaliza en las prisiones, es bastante más perjudicial que la heroína?
No podemos olvidar la triste y decisiva función que ha tenido la arquitectura en la finalidad de las prisiones, en su diseño y en idear construcciones para la privación de libertad, la gestión del dolor y el tiempo o la mortificación de los cuerpos que encierran los espacios de sus diseños. Nada en la prisión es gratuito, todo cumple su finalidad correctora, punitiva y de “ortopedia social” de sumisión, como si el delito fuera una deformidad o una anomalía y no el producto de un pacto entre las oligarquías, para protegerse del temor a la ira del pueblo. Una finalidad que dice que reinserta, aunque sea a golpes físicos, emocionales y psicológicos. Para ello, se han diseñado en el interior de las prisiones espacios adecuados y pensados para el aislamiento que, juntamente con otras medidas del ordenamiento carcelario como la dispersión (enviar a las personas presas lejos de su entorno familiar y afectivo), se convierten en instrumentos mucho más efectivos para la despersonalización de quien se encuentra en la más atormentadora incomunicación.
En la cárcel, todos tus efectos personales pueden ser revisados, observados, tocados, “invadidos” o saqueados por los vigilantes. Incluso, te pueden privar de esos objetos más personales que forman parte de tu identidad más íntima. Con el aislamiento se pretende destruir a la persona tal y como es. Con la dispersión, esa destrucción se potencia y premeditadamente se castiga al entorno familiar y afectivo que interiorizan un pesado malestar, con las grandes molestias que ocasionan las largas distancias de las visitas y la violencia de las humillaciones que, en ocasiones y de manera premeditada, exceden las atribuciones del registro.
La prisión colisiona intencionadamente contra la parte emocional. La persona encerrada se ve casi a diario privada del abrazo y el afecto de los suyos y en un entorno de hostilidad, como si eso formase parte de la condena de años de privación de libertad o del castigo natural por infringir leyes que se dictan para preservar los privilegios de los gobernantes, pues sólo son de obligado cumplimiento para quienes no forman parte del poder.
La cárcel, como cualquier institución represiva, no es sólo un indecente antídoto contra la revuelta de las desposeídas, sino también un impresionante negocio de explotación y dolor con el que se enriquecen sus gestores y las numerosas empresas de las familias de las grandes oligarquías capitalistas de este país, al tiempo que someten a la disciplina de una obscena “pedagogía” correctora y de tormento a una gran parte de la población, especialmente aquella a la que se priva de recursos y a la que consideran improductiva. La cárcel es a su vez, un instrumento de intimidación y una amenaza permanente contra todas aquellas personas que se atreven a revelarse contra las injusticias de un sistema que las encubre y sustenta, criminalizando las ideas y toda disidencia, convirtiendo cualquier respuesta política y la legítima defensa en delito.
La cárcel es esa institución que, como los asesinos ejércitos, la pagamos con nuestros impuestos, en perjuicio de las personas presas y en beneficio de sus acomodados gestores. Con nuestras aportaciones, no destruimos sólo el entorno natural que nos da vida, sino que atentamos contra la misma integridad de las personas y la vida de otros seres.
Si todo el esfuerzo y la impresionante inversión que se realiza en la construcción y el mantenimiento de las prisiones, se utilizara para paliar las graves diferencias sociales, muchas personas no entrarían en prisión.
Si buscáramos otras formas de gestionar, reparar y solucionar los conflictos, no habría prisiones.
Si intentáramos cambiar nuestras formas de relación, haríamos una revolución, y acabaríamos con el injusto capitalismo. Pero no sé si hoy hemos venido preparadas para eso…
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