Tanto en su apariencia como en su función, el Congreso de los
Diputados se me asemeja cada vez más a un banco: imponente fachada,
suntuosas puertas flanqueadas por guardias uniformados, acceso
restringido, lobbys, directivos, ejecutivos, atentos ujieres y… la vieja clientela de siempre.
Los dueños ni se personan en él, ni siquiera tienen despacho en este banco cuyo funcionamiento está encomendado a un selecto grupo de directivos que, estos sí, acuden periódicamente, si bien es cierto que por razones meramente formales ya que suelen recibir instrucciones de manera extraoficial, por teléfono, en reuniones privadas, almuerzos, cenas… Las decisiones importantes no se toman en el banco.
El jefe del Estado es el presidente honorífico de esta entidad y su misión, puramente simbólica, es la de encarnar, tanto la ilusión de soberanía nacional como los valores impuestos por la clase dominante a la que él pertenece. Una presencia simbólica y anacrónica de tanta importancia como la que pueda tener la del macero que le escolta, la del ujier o la del chófer.
En esta opereta inflada, el auténtico protagonista, siempre distante e invisible, es el dueño del banco, el jefe del Estado es un actor secundario, un extra. La finalidad de esta ilusoria representación jerárquica no es otra que la de ilustrar, públicamente y para que no haya lugar a duda, quienes son los amos y quienes sus endeudados sirvientes. En realidad, el jefe del Estado no representa nación alguna, representa al amo del banco. El amo, al igual que dios, nunca aparece o, a lo sumo, se insinúa mediante crípticas martingalas y complejos algoritmos financieros imposibles de comprender (algo similar a lo que ocurre en el plano religioso con la Santísima Trinidad, el Hijo sentado a la derecha y demás gaitas).
Pero, entonces, en esta opereta ¿qué papel representa el pueblo, la ciudadanía… la gente?, ¿tal vez el de el cliente? No, pues aunque cada cuatro años el pueblo acude al banco, a la farsa electoral, en calidad de “accionista”, en realidad no es otra cosa que la máquina de hacer dinero que el banco posee. Las elecciones no sólo sirven para establecer la ilusión de soberanía popular y de “proyecto común”, ilusión que alienta al pueblo a trabajar por el bien del “banco” (patria, nación, sociedad…), sirven también, en gran medida, para sondear a las masas, para anticiparse a sus movimientos y para corregirlos si llega el caso.
Nos encontramos, pues, ante un viejo y generalizado dogma de fe que hace posible la perpetuidad de este monumental y anonadante espejismo teatral.
Por encima de todo, de la gente y de las instituciones, se sitúan los dueños del capital, cuyo representante “en la Tierra”, o intermediario, es el jefe del Estado y su gobierno. Ambos, jefe de Estado y gobierno, declaran servir al pueblo que, cada cuatro años, vota y delega su supuesta soberanía en los gobernantes, es decir, en aquellos que representan los intereses de los dueños del capital. El círculo se cierra enmarcando la pirámide, como en la ilustración del dólar. Tras cada votación la cumbre se afianza, la base se debilita.
Loam fuente: http://arrezafe.blogspot.com.es/2013/04/el-carnaval-del-estado.html
Los dueños ni se personan en él, ni siquiera tienen despacho en este banco cuyo funcionamiento está encomendado a un selecto grupo de directivos que, estos sí, acuden periódicamente, si bien es cierto que por razones meramente formales ya que suelen recibir instrucciones de manera extraoficial, por teléfono, en reuniones privadas, almuerzos, cenas… Las decisiones importantes no se toman en el banco.
El jefe del Estado es el presidente honorífico de esta entidad y su misión, puramente simbólica, es la de encarnar, tanto la ilusión de soberanía nacional como los valores impuestos por la clase dominante a la que él pertenece. Una presencia simbólica y anacrónica de tanta importancia como la que pueda tener la del macero que le escolta, la del ujier o la del chófer.
En esta opereta inflada, el auténtico protagonista, siempre distante e invisible, es el dueño del banco, el jefe del Estado es un actor secundario, un extra. La finalidad de esta ilusoria representación jerárquica no es otra que la de ilustrar, públicamente y para que no haya lugar a duda, quienes son los amos y quienes sus endeudados sirvientes. En realidad, el jefe del Estado no representa nación alguna, representa al amo del banco. El amo, al igual que dios, nunca aparece o, a lo sumo, se insinúa mediante crípticas martingalas y complejos algoritmos financieros imposibles de comprender (algo similar a lo que ocurre en el plano religioso con la Santísima Trinidad, el Hijo sentado a la derecha y demás gaitas).
Pero, entonces, en esta opereta ¿qué papel representa el pueblo, la ciudadanía… la gente?, ¿tal vez el de el cliente? No, pues aunque cada cuatro años el pueblo acude al banco, a la farsa electoral, en calidad de “accionista”, en realidad no es otra cosa que la máquina de hacer dinero que el banco posee. Las elecciones no sólo sirven para establecer la ilusión de soberanía popular y de “proyecto común”, ilusión que alienta al pueblo a trabajar por el bien del “banco” (patria, nación, sociedad…), sirven también, en gran medida, para sondear a las masas, para anticiparse a sus movimientos y para corregirlos si llega el caso.
Nos encontramos, pues, ante un viejo y generalizado dogma de fe que hace posible la perpetuidad de este monumental y anonadante espejismo teatral.
Por encima de todo, de la gente y de las instituciones, se sitúan los dueños del capital, cuyo representante “en la Tierra”, o intermediario, es el jefe del Estado y su gobierno. Ambos, jefe de Estado y gobierno, declaran servir al pueblo que, cada cuatro años, vota y delega su supuesta soberanía en los gobernantes, es decir, en aquellos que representan los intereses de los dueños del capital. El círculo se cierra enmarcando la pirámide, como en la ilustración del dólar. Tras cada votación la cumbre se afianza, la base se debilita.
Loam fuente: http://arrezafe.blogspot.com.es/2013/04/el-carnaval-del-estado.html
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