Por Acratosaurio Rex
En el mundo dominado por el carisma, el mundo de Hitler y del Dalai Lama, de Stalin y de Jesucristo, siempre prevalece una persona. Muy difícil que medren dos líderes carismáticos en torno al mismo proyecto. Uno tiene que superar siempre a sus rivales, o bien hacerlos desaparecer de algún modo, suicidio con pistola, pirañas asesinas, expulsión asamblearia… Al redor del Héroe Militar, del Profeta Preclaro, del Hombre Providencial, medra un cuadro de entusiastas enchufados. Él los pone y los quita a su antojo. Y detrás, la multitud de fans.
Todo funciona en torno a la confianza y a la lealtad. Pues va el líder espiritual amante de la paz y grita: «¡A ver! ¡Voy a designar a un héroe para una misión suicida y muy sangrienta!». Y de inmediato saldrán quince o veinte giles gritando «¡A mí!, ¡elígeme a mí maestro!». Entonces, hala, el planeta atraviesa el arco iris, los demonios salen de la niña, y los cerdos se arrojan a la charca.
En un primer momento, cuando el líder carismático se está encumbrando, y cuando el entusiasmo hace parecer que todo es posible, el jefe habla mucho del Deber. Hay una Misión Histórica que cumplir: la llegada del Reino, el Fin del Sufrimiento, en definitiva, como dicen los de izquierdas: vivir como la gente de derechas. Cada cual ha de ocupar su puesto, y sufrir y hacer sufrir para conseguir un mundo desufrido. Muy importante, recuerda cuando seas Presidente, que para lograr que la gente no sufra, hay que hacerla sufrir mucho, y que para que el pueblo mande, tú tienes que mandar. Puedes soltar que la gente manda obedeciendo, o que tú eres el primer obediente, quédate tan fresco, que a ver quién te contradice.
Luego, una vez has saltado por encima del enemigo y mientras te pruebas el gorro napoleónico, te darás cuenta de que hay que estabilizar el Régimen. Ha llegado el momento de rutinizar el carisma. No solo el jefe está interesado en crear una situación estable. Los secuaces están igualmente muy comprometidos con esa tarea por lo siguiente:
Las personas se organizan en un modus vivendi, unas costumbres que crean una estructura social conservadora que les permite predecir acontecimientos. ¿Juan Sin Pollo robó la margarina?, cuarenta latigazos y todo está bien. En cambio la gente que está sometida a perpetuos cambios y zozobras, padece ansiedad. Que si un bombardeo, que si una plaga de langosta, que si llegan los recaudadores y se llevan el grano, que si apareció muerta la vaca, ¿por qué?… Mala cosa.
Por otro lado los mayordomos del Jefe Supremo tienen un interés muy claro: perpetuarse en el mando como sacerdotes, franquiciados, funcionarios del Estado, líderes del partido, oficiales del ejército, monopolistas de la prostitución.... Y el Jefe tiene otro interés diáfano: mantener el status. Para lo cual tiene que contentar a sus acólitos. Y a su vez los acólitos han de mantener al dirigente.
Simbiosis efectiva en el carisma rutinario. Lo que es de uno es de todos, lo que es de todos es de nadie, lo que es de nadie es de uno.
En el mundo dominado por el carisma, el mundo de Hitler y del Dalai Lama, de Stalin y de Jesucristo, siempre prevalece una persona. Muy difícil que medren dos líderes carismáticos en torno al mismo proyecto. Uno tiene que superar siempre a sus rivales, o bien hacerlos desaparecer de algún modo, suicidio con pistola, pirañas asesinas, expulsión asamblearia… Al redor del Héroe Militar, del Profeta Preclaro, del Hombre Providencial, medra un cuadro de entusiastas enchufados. Él los pone y los quita a su antojo. Y detrás, la multitud de fans.
Todo funciona en torno a la confianza y a la lealtad. Pues va el líder espiritual amante de la paz y grita: «¡A ver! ¡Voy a designar a un héroe para una misión suicida y muy sangrienta!». Y de inmediato saldrán quince o veinte giles gritando «¡A mí!, ¡elígeme a mí maestro!». Entonces, hala, el planeta atraviesa el arco iris, los demonios salen de la niña, y los cerdos se arrojan a la charca.
En un primer momento, cuando el líder carismático se está encumbrando, y cuando el entusiasmo hace parecer que todo es posible, el jefe habla mucho del Deber. Hay una Misión Histórica que cumplir: la llegada del Reino, el Fin del Sufrimiento, en definitiva, como dicen los de izquierdas: vivir como la gente de derechas. Cada cual ha de ocupar su puesto, y sufrir y hacer sufrir para conseguir un mundo desufrido. Muy importante, recuerda cuando seas Presidente, que para lograr que la gente no sufra, hay que hacerla sufrir mucho, y que para que el pueblo mande, tú tienes que mandar. Puedes soltar que la gente manda obedeciendo, o que tú eres el primer obediente, quédate tan fresco, que a ver quién te contradice.
Luego, una vez has saltado por encima del enemigo y mientras te pruebas el gorro napoleónico, te darás cuenta de que hay que estabilizar el Régimen. Ha llegado el momento de rutinizar el carisma. No solo el jefe está interesado en crear una situación estable. Los secuaces están igualmente muy comprometidos con esa tarea por lo siguiente:
Las personas se organizan en un modus vivendi, unas costumbres que crean una estructura social conservadora que les permite predecir acontecimientos. ¿Juan Sin Pollo robó la margarina?, cuarenta latigazos y todo está bien. En cambio la gente que está sometida a perpetuos cambios y zozobras, padece ansiedad. Que si un bombardeo, que si una plaga de langosta, que si llegan los recaudadores y se llevan el grano, que si apareció muerta la vaca, ¿por qué?… Mala cosa.
Por otro lado los mayordomos del Jefe Supremo tienen un interés muy claro: perpetuarse en el mando como sacerdotes, franquiciados, funcionarios del Estado, líderes del partido, oficiales del ejército, monopolistas de la prostitución.... Y el Jefe tiene otro interés diáfano: mantener el status. Para lo cual tiene que contentar a sus acólitos. Y a su vez los acólitos han de mantener al dirigente.
Simbiosis efectiva en el carisma rutinario. Lo que es de uno es de todos, lo que es de todos es de nadie, lo que es de nadie es de uno.
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