A partir del siglo XII los pregoneros empezaron a recorrer el centro de las ciudades anunciando a voz en grito mercaderías y edictos. En esta época, a los que querían cambiar las cosas se les tachaba de herejes, de impíos pecadores, llegaban los de las antorchas y después de agarrarles les sometían a tormento.
En el siglo XVIII, con la extensión del alfabetismo y el nacimiento de la litografía se desarrolló el cartel comercial que anunciando mercaderías y edictos pronto tapizó los muros de las ciudades. A los que querían cambiar las cosas en esta época se les imputaba el cargo de revolucionarios y criminales, llegaban los del uniforme y tras agarrarles les sometían a tortura o les encerraban de por vida.
En los siglos XIX y XX la publicidad se convirtió en un gran mercado y siguió propagando mercaderías y edictos. A los que querían cambiar las cosas se les denominó subversivos y antipatriotas, llegaban los de los bigotitos escuetos y las gafas negras de espejo y una vez agarrados les daban picana.
Esto último sigue pasando por doquier en el mundo, pero en los países desarrollados en la fase inicial del siglo XXI, donde la publicidad ya casi no conoce límites, a los que quieren cambiar las cosas se les acusa de “aguafiestas” y sencillamente se les ningunea.
A los críticos, en efecto, se les ningunea. No podía ser de otra manera, porque la publicidad ha sabido dotarse de los mejores atractivos de la seducción, movilizando con habilidad los recursos que mueven la pulsión del deseo. La excitante presentación de los mensajes, su vertiginosa sucesión, su brillante mensaje, su ingenio, su sentido del humor, su simpática presentación, hacen de esta forma de mostrar los contenidos algo realmente agradable, que cautiva, divierte y embelesa.
Sólo un aguafiestas podría oponerse a una publicidad que te invita continuamente a ser “tú mismo”, a expresar “tu individualidad”, que refuerza tu autoestima, que desborda sensualidad, que se adelanta a tus sueños, que cultiva el hedonismo, que pone el acento sobre el supuesto placer y la gratificación obtenida en el consumo, que es moderna, juvenil, que utiliza toda la “cacharrería contestataria” a su alcance -desactivándola-, para convencerte de que lo nuevo, sea lo que sea, siempre mejora a lo antiguo, de que hay que estar en “la moda”, y que como joven te exhorta a ser rebelde y trasgresor, al tiempo que te impele a ir más allá de todos los límites.
Y si tienes la ocurrencia de señalar que bajo esa apariencia, la publicidad no es otra cosa que una mentira, una poderosa maquinaria de guerra ideológica al servicio de un modelo de sociedad enloquecida que, olvidando cualquier otro de sus valores, se basa exclusivamente en el mercado y el consumo, serás tachado, en efecto, de aguafiestas.
Tal y como observa Frederic Beigbeder: “Las dictaduras de antes temían a la libertad de expresión, censuraban a la crítica, encerraban a los escritores, quemaban los libros controvertidos… [Hoy día en los países 'democráticos' no es así]. Para someter a la humanidad a la esclavitud, la publicidad ha escogido un perfil bajo, la suavidad, la persuasión. Vivimos en el primer sistema de dominación del hombre contra el que incluso la libertad es impotente. Al contrario, la publicidad pone el énfasis en la libertad y ahí está su mayor logro. Todas las críticas sirven para destacarla, todos los panfletos contribuyen a reforzar la ilusión de su tolerancia dulzona. Os somete elegantemente. El sistema ha alcanzado su objetivo: incluso la desobediencia deviene en una forma de obediencia”.
La precisión y sofisticación en el arte de manipular las conciencias ha alcanzado hoy día categorías propias de la ciencia-ficción. Las técnicas de persuasión no han dejado de perfeccionarse para vencer nuestras resistencias, para superar nuestra desconfianza e incrustar en nuestras mentes mensajes muy precisos.
Los publicistas afirman que su actividad es necesaria en tanto que está dirigida a informar sobre las cualidades de los productos. Y yo, querido amigo, te invito a que observes con atención la publicidad que te rodea -no te costará excesivo trabajo, está por todas partes- e intentes detectar algo de información sobre los productos. No te será fácil, pero a cambio encontrarás multitud de símbolos e imágenes dirigidos a incidir sobre los modos de vida deseables, y cuyo objetivo principal es asociar la marca a una forma de vida atractiva o una imagen de prestigio.
Los publicistas afirman que su actividad es necesaria en tanto que está dirigida a informar sobre las cualidades de los productos. Y yo, querido amigo, te invito a que observes con atención la publicidad que te rodea -no te costará excesivo trabajo, está por todas partes- e intentes detectar algo de información sobre los productos. No te será fácil, pero a cambio encontrarás multitud de símbolos e imágenes dirigidos a incidir sobre los modos de vida deseables, y cuyo objetivo principal es asociar la marca a una forma de vida atractiva o una imagen de prestigio.
De manera simultánea es significativo observar como algunos publicistas haciendo gala de una ética intachable critican ese invento suyo denominado publicidad subliminal, dando de esa manera a entender que hay una publicidad mala, la subliminal -en tanto que esconde sus contenidos y afecta al sujeto contra su voluntad-; y una publicidad buena -toda la que no es subliminal- porque va a cara descubierta. Lo cierto es que cualquiera de nosotros recibe al día, aunque no quiera, miles de impactos publicitarios (se estima que actualmente en los países desarrollados el bombardeo publicitario supera los 2.500 impactos por persona y día. Un norteamericano medio estará expuesto a cerca un millón de impactos al año, un europeo tan sólo un poco menos) que van conformando, construyendo nuestros gustos, lo que consideramos bueno, deseable, autentico, placentero… y por ese camino nuestra personalidad, toda nuestra subjetividad… el mundo entero…
Pero esa carga de impactos publicitarios -miles al día- no es asumible por la mente humana. Las tasas de retención de un spot cualquiera son realmente bajas. Y esto me lleva a recordar las palabras de Baudrillard, que advertía que la publicidad tan sólo anuncia una única cosa: “la bondad general del propio sistema de consumo”.
Y todo ello ¿para qué? Creo que Herbert Marcuse lo expresa con claridad: “Los lujos se convierten en necesidades que el individuo, hombre o mujer, debe adquirir so pena de perder su estatus en el mercado competitivo, en el trabajo y en el ocio. A su vez esto le conduce a perpetuar una existencia dedicada enteramente a tareas alienantes, deshumanizadas; a la obligación de obtener un empleo que reproduce el servilismo y el sistema de servilismo”.
Lo que el fascismo no pudo conseguir, una horda de individuos alienados, una sumisión y servidumbre aceptadas, un genocidio de la cultura y la sensibilidad, lo está logrando a pasos de gigante la combinación de consumo de masas, publicidad, espectáculo y medios de comunicación.
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