Históricamente la guerra ha proporcionado al Estado la mejor
oportunidad para expandirse y consolidarse, pues la preparación de la
guerra y la consecuente organización de la coerción ha traído consigo la
creación de las principales estructuras y componentes del Estado para
la extracción de los recursos con los que afrontar los gastos que ella
acarrea.[1] Debido a esto, y unido al progresivo encarecimiento de la
actividad bélica como consecuencia de su evolución tecnológica,[2] las
elites dominantes han desarrollado estrategias diferentes para extraer
los medios para la guerra.
De un modo u otro los Estados nación han terminado instituyendo el derecho a la propiedad privada en los medios de producción, y con ello han reestructurado y reorganizado el conjunto de las relaciones sociales al transformar las formas de producción. El reconocimiento de la propiedad privada ha tenido unos efectos sociales, económicos, culturales y políticos de gran envergadura al haber contribuido a reforzar el poder del Estado tanto a nivel interno como externo.
La búsqueda de la superioridad militar del Estado frente a las demás potencias exigió la reforma estructural de la sociedad para una mejor y mayor extracción de los recursos necesarios. La propiedad privada facilitó y mejoró esta extracción al establecer el trabajo asalariado como nueva forma de explotación de la sociedad. Así fue como pudo ampliarse el mercado en proporciones colosales en la medida en que los trabajadores comenzaron a producir para este a cambio de un salario. De esta manera la actividad capitalista sirvió para monetizar la economía y la sociedad con el doble objetivo de: por un lado desarrollar la acumulación de capital preciso para que el Estado, en caso de necesidad, pudiera recurrir a los créditos de los capitalistas, y por otro para recaudar los impuestos en dinero.
Al mismo tiempo que los trabajadores comenzaron a recibir un salario a cambio de su trabajo se convirtieron en consumidores al tener que acudir al mercado para adquirir los bienes y servicios necesarios, lo que a la larga conllevó un incremento sustancial de la actividad económica que permitió al Estado gravar todas las transacciones e incrementar así sus ingresos. Asimismo, la monetización de las relaciones sociales facilitó la labor recaudatoria del Estado que pudo así gravar las rentas del trabajo de los asalariados al establecer como obligatoria la cotización a la Seguridad Social, que en el caso del Estado español fue instituida por el régimen fascista con la Ley 193/1963. El Estado se ha convertido de esta forma en el principal y mayor explotador al apropiarse de una parte sustancial de la riqueza de todos los trabajadores asalariados, hasta el punto de que la carga tributaria total que padece un asalariado medio a causa de los impuestos directos e indirectos sobrepasa el 40% de sus ingresos brutos.[3] Esto es lo que explica que de media los Estados desarrollados se apropien de un 50% del PIB.
Por medio de organismos como la Seguridad Social el Estado se ha dotado de un descomunal poder económico y financiero con el que costea los gastos militares, pero también los relacionados con la represión policial a nivel interior. Todo ello viene a corroborar la íntima relación entre impuestos y el pago de los medios de coerción con los fondos así recaudados. La relación entre tributación y coerción fue puesta de manifiesto por Norbert Elias al destacar que el monopolio fiscal y el monopolio de la violencia representan dos caras de la misma moneda, y por tanto aspectos de la misma realidad que encarna el Estado.
“La sociedad de lo que denominamos la edad moderna está caracterizada, ante todo en occidente, por un cierto nivel de monopolización. El libre uso de armas militares le es denegado al individuo y queda reservado a una autoridad central de la índole que sea, y el cobro de impuestos sobre la propiedad o ingresos del individuo está, así mismo, concentrado en manos de una autoridad social central. Los medios económicos que de este modo fluyen hacia la autoridad central mantienen su monopolio sobre la fuerza militar, mientras que ésta a su vez mantiene el monopolio sobre la tributación. Ninguno de los dos tiene preeminencia sobre el otro en ningún sentido, son dos lados del mismo monopolio. Si uno de ellos desaparece el otro le sigue automáticamente, aunque el gobierno monopolista pueda en ocasiones quebrantarse más en uno de los lados que en el otro”.[4]
La propiedad privada, en la medida en que transformó la organización social del trabajo, no sólo expandió y desarrolló el mercado sino que dio lugar a un contexto de creciente actividad económica con el aumento de la producción, y con ello generó la riqueza precisa para costear los crecientes gastos militares y represivos del Estado. En este sentido la propiedad privada, el mercado y en general el capitalismo han facilitado la labor extractora del Estado al poner a su disposición la riqueza producida por los trabajadores asalariados. Todo esto demuestra que cuanto mayor es la concentración de coerción mayor es la concentración de capital necesaria para que el Estado pueda financiar los medios para preparar y hacer la guerra, y por tanto mayor será la explotación económica sobre la sociedad a la que se le extraerá la riqueza por ella producida.
Con la imposición de la propiedad privada en los medios de producción se obligó a los trabajadores a recurrir al mercado para adquirir los bienes y servicios necesarios, lo que supuso la imposición de un modelo de sociedad en el que no existe ya el lazo social, donde han quedado destruidas las redes de solidaridad y apoyo mutuo fruto de unas nuevas relaciones sociales mediatizadas por el dinero y cada vez más deshumanizadas. A lo anterior hay que añadir que todo ello se ha visto agravado por la acción del ente estatal al encargarse de asumir un número creciente de funciones que antes la sociedad satisfacía por sí misma. El resultado final es una sociedad atomizada en la que las personas apenas se relacionan entre sí para hacerlo individualmente con el poder.
Pero la coerción no es suficiente para el mantenimiento de un sistema existencialmente opresivo, es necesario el consentimiento de la mayor parte de la sociedad. De este modo la sociedad de consumo es algo más que el corolario de una economía de mercado capitalista, es la mercantilización de todas las esferas de la vida humana con una finalidad que sobrepasa lo meramente económico y que en modo alguno se reduce a proveer de mayores ingresos al Estado y a los capitalistas. La sociedad de consumo como tal, en tanto en cuanto su base reside en la permanente inducción de necesidades artificiales, consiste en la degradación moral y en el vaciamiento interior del sujeto hasta la completa aniquilación de aquello que es específicamente humano en él: la capacidad reflexiva, la libertad interior, la sociabilidad, etc... El sujeto queda reducido a la condición de homo œconomicus preocupado únicamente en satisfacer su bienestar material y sus instintos más primarios.
La sociedad de consumo es el totalitarismo de nuestro tiempo en el que la publicidad, cada vez más agresiva e intrusiva, viola flagrantemente la libertad de conciencia del sujeto. En este tipo de sociedad al sujeto le es negada la posibilidad de autoconstruirse como persona al ser moldeado desde el exterior por el constante bombardeo de una publicidad cada vez más apabullante y avasalladora.[5] La creciente sofisticación y refinamiento de la publicidad como instrumento de dominación ideológica y cultural hacen de ella un mecanismo eficaz para crear el consentimiento y la legitimidad necesarias para la conservación del orden establecido. Por medio de la publicidad no sólo se induce artificialmente el consumo que mantiene engrasada la maquinaria productiva, sino que al mismo tiempo se le impone al sujeto unas metas culturales, unos gustos y un estilo de vida que se concretan en unas pautas de comportamiento acordes con las exigencias e intereses del poder. La elite dominante ha conseguido crear así una sociedad compuesta por individuos que piensan, sienten y son como ella quiere.
La publicidad, como instrumento de propaganda, demuestra ser un componente de vital importancia del poder ideológico para la reproducción cultural y social del sistema establecido. Los estereotipos y estilos de vida difundidos por la publicidad ejercen un papel adoctrinador que sólo guarda parangón con el sistema educativo y aleccionador. La subcultura comercial, junto a todos los clichés difundidos por la propaganda del mercado, no es otra cosa que la puesta en práctica de una estrategia política de gran calado que, como aquella que en su momento pusieron en práctica los emperadores romanos mediante la distribución de bienes y placeres a través del “panem et circenses”, tiene como finalidad la corrupción moral de la sociedad para destruir toda oposición y resistencia.
La destrucción de lo humano como uno de los objetivos principales del Estado para conseguir el completo sometimiento de su población ha alcanzado, o está muy cerca de alcanzar, sus dimensiones y posibilidades teóricas a través de la propaganda masiva, lo que constituye un éxito arrollador del sistema vigente. La manipulación de las emociones a través de toda clase de medios audiovisuales (radio, televisión, Internet, etc...) y la anulación de la capacidad reflexiva del sujeto han llegado a cotas inimaginables. Todo ello ha servido para generar percepciones distorsionadas de la realidad acordes con los intereses estratégicos del Estado, y que en muchos casos se manifiestan en diferentes formas de fanatismo como lo demuestran las religiones políticas, el hooliganismo, los seguidores de estetócratas de diverso tipo (cantantes, actores, etc...), etc...
La sociedad de consumo demuestra ser un importante sostén del Estado y de su militarismo en una doble vertiente: económica, al favorecer la actividad comercial en grado superlativo para proveer al ente estatal de sus correspondientes ingresos con los que pagar los medios para la guerra; e ideológica, al crear las condiciones de consentimiento social que impiden la contestación y oposición al sistema establecido.
[1] Tilly, Charles, Coerción, capital y los Estados europeos, 990-1990, Madrid, Alianza, 1992, p. 46
[2] Mcneill, William H., La búsqueda del poder: tecnología, fuerzas armadas y sociedad desde el 1000 D.C., Madrid, Siglo XXI, 1988
[3] Rodrigo Mora, Félix, El giro estatolátrico. Repudio experiencial del Estado de bienestar, Alicante, Maldecap, 2011, p. 39
[4] Elias, Norbert, Power and civility. The Civilizing Process, Nueva York, Pantheon, 1982, vol. 2, p. 104
[5] Eguizábal, Raúl, Industrias de la conciencia: Una historia social de la publicidad en España (1975-2009), Barcelona, Península, 2009
Esteban Vidal Fuente:Portal OACA
De un modo u otro los Estados nación han terminado instituyendo el derecho a la propiedad privada en los medios de producción, y con ello han reestructurado y reorganizado el conjunto de las relaciones sociales al transformar las formas de producción. El reconocimiento de la propiedad privada ha tenido unos efectos sociales, económicos, culturales y políticos de gran envergadura al haber contribuido a reforzar el poder del Estado tanto a nivel interno como externo.
La búsqueda de la superioridad militar del Estado frente a las demás potencias exigió la reforma estructural de la sociedad para una mejor y mayor extracción de los recursos necesarios. La propiedad privada facilitó y mejoró esta extracción al establecer el trabajo asalariado como nueva forma de explotación de la sociedad. Así fue como pudo ampliarse el mercado en proporciones colosales en la medida en que los trabajadores comenzaron a producir para este a cambio de un salario. De esta manera la actividad capitalista sirvió para monetizar la economía y la sociedad con el doble objetivo de: por un lado desarrollar la acumulación de capital preciso para que el Estado, en caso de necesidad, pudiera recurrir a los créditos de los capitalistas, y por otro para recaudar los impuestos en dinero.
Al mismo tiempo que los trabajadores comenzaron a recibir un salario a cambio de su trabajo se convirtieron en consumidores al tener que acudir al mercado para adquirir los bienes y servicios necesarios, lo que a la larga conllevó un incremento sustancial de la actividad económica que permitió al Estado gravar todas las transacciones e incrementar así sus ingresos. Asimismo, la monetización de las relaciones sociales facilitó la labor recaudatoria del Estado que pudo así gravar las rentas del trabajo de los asalariados al establecer como obligatoria la cotización a la Seguridad Social, que en el caso del Estado español fue instituida por el régimen fascista con la Ley 193/1963. El Estado se ha convertido de esta forma en el principal y mayor explotador al apropiarse de una parte sustancial de la riqueza de todos los trabajadores asalariados, hasta el punto de que la carga tributaria total que padece un asalariado medio a causa de los impuestos directos e indirectos sobrepasa el 40% de sus ingresos brutos.[3] Esto es lo que explica que de media los Estados desarrollados se apropien de un 50% del PIB.
Por medio de organismos como la Seguridad Social el Estado se ha dotado de un descomunal poder económico y financiero con el que costea los gastos militares, pero también los relacionados con la represión policial a nivel interior. Todo ello viene a corroborar la íntima relación entre impuestos y el pago de los medios de coerción con los fondos así recaudados. La relación entre tributación y coerción fue puesta de manifiesto por Norbert Elias al destacar que el monopolio fiscal y el monopolio de la violencia representan dos caras de la misma moneda, y por tanto aspectos de la misma realidad que encarna el Estado.
“La sociedad de lo que denominamos la edad moderna está caracterizada, ante todo en occidente, por un cierto nivel de monopolización. El libre uso de armas militares le es denegado al individuo y queda reservado a una autoridad central de la índole que sea, y el cobro de impuestos sobre la propiedad o ingresos del individuo está, así mismo, concentrado en manos de una autoridad social central. Los medios económicos que de este modo fluyen hacia la autoridad central mantienen su monopolio sobre la fuerza militar, mientras que ésta a su vez mantiene el monopolio sobre la tributación. Ninguno de los dos tiene preeminencia sobre el otro en ningún sentido, son dos lados del mismo monopolio. Si uno de ellos desaparece el otro le sigue automáticamente, aunque el gobierno monopolista pueda en ocasiones quebrantarse más en uno de los lados que en el otro”.[4]
La propiedad privada, en la medida en que transformó la organización social del trabajo, no sólo expandió y desarrolló el mercado sino que dio lugar a un contexto de creciente actividad económica con el aumento de la producción, y con ello generó la riqueza precisa para costear los crecientes gastos militares y represivos del Estado. En este sentido la propiedad privada, el mercado y en general el capitalismo han facilitado la labor extractora del Estado al poner a su disposición la riqueza producida por los trabajadores asalariados. Todo esto demuestra que cuanto mayor es la concentración de coerción mayor es la concentración de capital necesaria para que el Estado pueda financiar los medios para preparar y hacer la guerra, y por tanto mayor será la explotación económica sobre la sociedad a la que se le extraerá la riqueza por ella producida.
Con la imposición de la propiedad privada en los medios de producción se obligó a los trabajadores a recurrir al mercado para adquirir los bienes y servicios necesarios, lo que supuso la imposición de un modelo de sociedad en el que no existe ya el lazo social, donde han quedado destruidas las redes de solidaridad y apoyo mutuo fruto de unas nuevas relaciones sociales mediatizadas por el dinero y cada vez más deshumanizadas. A lo anterior hay que añadir que todo ello se ha visto agravado por la acción del ente estatal al encargarse de asumir un número creciente de funciones que antes la sociedad satisfacía por sí misma. El resultado final es una sociedad atomizada en la que las personas apenas se relacionan entre sí para hacerlo individualmente con el poder.
Pero la coerción no es suficiente para el mantenimiento de un sistema existencialmente opresivo, es necesario el consentimiento de la mayor parte de la sociedad. De este modo la sociedad de consumo es algo más que el corolario de una economía de mercado capitalista, es la mercantilización de todas las esferas de la vida humana con una finalidad que sobrepasa lo meramente económico y que en modo alguno se reduce a proveer de mayores ingresos al Estado y a los capitalistas. La sociedad de consumo como tal, en tanto en cuanto su base reside en la permanente inducción de necesidades artificiales, consiste en la degradación moral y en el vaciamiento interior del sujeto hasta la completa aniquilación de aquello que es específicamente humano en él: la capacidad reflexiva, la libertad interior, la sociabilidad, etc... El sujeto queda reducido a la condición de homo œconomicus preocupado únicamente en satisfacer su bienestar material y sus instintos más primarios.
La sociedad de consumo es el totalitarismo de nuestro tiempo en el que la publicidad, cada vez más agresiva e intrusiva, viola flagrantemente la libertad de conciencia del sujeto. En este tipo de sociedad al sujeto le es negada la posibilidad de autoconstruirse como persona al ser moldeado desde el exterior por el constante bombardeo de una publicidad cada vez más apabullante y avasalladora.[5] La creciente sofisticación y refinamiento de la publicidad como instrumento de dominación ideológica y cultural hacen de ella un mecanismo eficaz para crear el consentimiento y la legitimidad necesarias para la conservación del orden establecido. Por medio de la publicidad no sólo se induce artificialmente el consumo que mantiene engrasada la maquinaria productiva, sino que al mismo tiempo se le impone al sujeto unas metas culturales, unos gustos y un estilo de vida que se concretan en unas pautas de comportamiento acordes con las exigencias e intereses del poder. La elite dominante ha conseguido crear así una sociedad compuesta por individuos que piensan, sienten y son como ella quiere.
La publicidad, como instrumento de propaganda, demuestra ser un componente de vital importancia del poder ideológico para la reproducción cultural y social del sistema establecido. Los estereotipos y estilos de vida difundidos por la publicidad ejercen un papel adoctrinador que sólo guarda parangón con el sistema educativo y aleccionador. La subcultura comercial, junto a todos los clichés difundidos por la propaganda del mercado, no es otra cosa que la puesta en práctica de una estrategia política de gran calado que, como aquella que en su momento pusieron en práctica los emperadores romanos mediante la distribución de bienes y placeres a través del “panem et circenses”, tiene como finalidad la corrupción moral de la sociedad para destruir toda oposición y resistencia.
La destrucción de lo humano como uno de los objetivos principales del Estado para conseguir el completo sometimiento de su población ha alcanzado, o está muy cerca de alcanzar, sus dimensiones y posibilidades teóricas a través de la propaganda masiva, lo que constituye un éxito arrollador del sistema vigente. La manipulación de las emociones a través de toda clase de medios audiovisuales (radio, televisión, Internet, etc...) y la anulación de la capacidad reflexiva del sujeto han llegado a cotas inimaginables. Todo ello ha servido para generar percepciones distorsionadas de la realidad acordes con los intereses estratégicos del Estado, y que en muchos casos se manifiestan en diferentes formas de fanatismo como lo demuestran las religiones políticas, el hooliganismo, los seguidores de estetócratas de diverso tipo (cantantes, actores, etc...), etc...
La sociedad de consumo demuestra ser un importante sostén del Estado y de su militarismo en una doble vertiente: económica, al favorecer la actividad comercial en grado superlativo para proveer al ente estatal de sus correspondientes ingresos con los que pagar los medios para la guerra; e ideológica, al crear las condiciones de consentimiento social que impiden la contestación y oposición al sistema establecido.
[1] Tilly, Charles, Coerción, capital y los Estados europeos, 990-1990, Madrid, Alianza, 1992, p. 46
[2] Mcneill, William H., La búsqueda del poder: tecnología, fuerzas armadas y sociedad desde el 1000 D.C., Madrid, Siglo XXI, 1988
[3] Rodrigo Mora, Félix, El giro estatolátrico. Repudio experiencial del Estado de bienestar, Alicante, Maldecap, 2011, p. 39
[4] Elias, Norbert, Power and civility. The Civilizing Process, Nueva York, Pantheon, 1982, vol. 2, p. 104
[5] Eguizábal, Raúl, Industrias de la conciencia: Una historia social de la publicidad en España (1975-2009), Barcelona, Península, 2009
Esteban Vidal Fuente:Portal OACA
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