Ya la tenemos
aquí. Año y medio después de acceder al poder ya tenemos nueva ley educativa
(en este caso la LOMCE,
Ley Orgánica para la Mejora
de la Calidad
Educativa). Aunque faltan los trámites habituales del paripé
parlamentario, la ley ha llegado para quedarse (al menos hasta que llegue un
nuevo gobierno y decida hacer su propia reforma).
Esto no es
nada nuevo, cada gobierno ha lanzado su reforma educativa, cada una con sus
matices ideológicos en función del papel asignado al partido de turno en este
teatro de marionetas a cuyo funcionamiento se le llama normalidad democrática.
Eso sí, ninguna de todas estas leyes y reformas sucesivas han cuestionado, ni
de forma leve, los verdaderos objetivos que se esconden tras el sistema
educativo de nuestra sociedad.
Durante
décadas, millones de personas hemos pasado por este filtro, llamado sistema
educativo, encargado de modelarnos y adecuarnos a las necesidades de cada
momento histórico. La misma introducción de este sistema responde a la necesidad
de producir en serie combustible humano para alimentar el engranaje de la
recién llegada sociedad industrial.
Desde ese
mismo instante se vislumbró el potencial de la educación estatal y de la
imperante necesidad de universalizarla. Así, en el Estado español se
institucionaliza la educación a partir de la Constitución de 1812,
donde el Estado se hace con sus riendas (hasta entonces en manos del clero)
estableciendo dos principios básicos, al menos sobre el papel, que perduran a
día de hoy, la universalidad (todo el mundo está obligado a pasar por ahí) y la
homogeneidad de lo enseñado (garantizando así la imposibilidad de dotar a la
escuela de una dimensión emancipadora y crítica imprescindible).
Esta necesidad
se ha visto colmada independientemente del tipo de régimen político instaurado
y de la supuesta orientación ideológica del mismo. En todos estos lugares el
sistema escolar tiene un objetivo primordial más o menos oculto: transmitir y
asegurar la asimilación de una necesidad de ser enseñados. De esta forma se
consigue que las personas nos desentendamos de la responsabilidad de nuestro
propio desarrollo, dejándolo siempre en las manos de los expertos. Junto a esta
enseñanza, también se nos inicia en una sociedad en la que todo (valores,
capacidades, necesidades, realidades…) es susceptible de ser producido y
medido. Esto nos lleva irremediablemente a la aceptación de todo tipo de
clasificaciones jerárquicas, incluso a dar por válida y natural una sociedad
estratificada en la que tu posición depende de valores totalmente mesurables.
La escuela nos instruye para ocupar el lugar que el poder nos tiene reservado
dentro de nuestro sistema social y para saber aceptar que esa posición no
depende de cada uno de nosotros; sino que está en función de una serie de
parámetros (económicos, étnicos, origen social,…) que la maquinaria opresora se
encarga de medir y catalogar.
El poder
siempre ha sido muy hábil en lo que se refiere al sistema educativo, a lo largo
de la historia ha sabido siempre dotar a la escuela del envoltorio adecuado en
función de los vientos que soplaban. Ha convertido al sistema educativo en un
arma de doble filo. Por un lado, adiestra y prepara a las futuras generaciones
para engrasar la maquinaria social y, por otro lado, sirve de arma arrojadiza
para el debate político entre los diferentes actores sistémicos. En esta
segunda vertiente, vemos cómo en el Estado español desde hace muchos años se ha
establecido este debate en torno a la religión en la escuela y a la dicotomía
pública-privada. A primera vista debates interesantes y necesarios pero que
vistos con un poco de atención no son más que cortinas de humo que, en realidad,
sólo sirven para distraer nuestra atención (de hecho, en todo este tiempo,
independientemente del color del gobierno, la iglesia ha estado muy presente en
la escuela y la privatización ha sido subvencionada por el Estado a manos
llenas) y obligarnos a tomar posición en uno u otro sentido y, así, no tomar
conciencia del verdadero debate: ¿Qué tipo de educación queremos? ¿Necesitamos
un sistema educativo controlado por el poder? ¿Tiene sentido defender una
educación que nos instruye para ser esclavos?...
Así se ha
conseguido que la escuela se haya convertido en los últimos tiempos en la Iglesia del pueblo
trabajador. El objetivo de que todo el mundo tenga iguales oportunidades de
educarse es deseable y completamente realizable. Sin embargo, tratar de llevar esto
a cabo a través de la escolarización obligatoria (tal y como hace el Estado) no
es más que el mismo mecanismo utilizado por la Iglesia para captar y
fidelizar a las personas. Lo que nos lleva a asimilar que es en el sistema
educativo donde reside la verdad absoluta e incuestionable.
Ha llegado la
hora de romper con esta creencia. Ya basta de defender una escuela que jamás ha
cuestionado ni lo hará los mecanismos de dominación y explotación del poder.
Por supuesto
hay que defender la educación pública. Pero hay que ir más allá en esa defensa.
Hay que crear una verdadera educación pública basada en la participación de
todos frente al modelo de expertos vigente. Hay que cambiar el paradigma actual
en el que es imprescindible la acreditación estatal de cualquier habilidad para
poder ejercerla como si el único lugar donde se puede aprender fuera la
escuela. Hay que apostar por una gestión colectiva y por un papel protagonista
de las personas que desean aprender independientemente de la edad que tengan.
Y, sobre todo, hay que dejar que sea cada cual el que decida su camino, a qué
ritmo y en qué momento quiere recorrerlo.
Es hora de
construir otra forma de educar, donde todos tengamos nuestra parte de
responsabilidad, donde la persona sea el centro de su educación y decida cómo y
cuándo. No necesitamos factorías de crear esclavos, necesitamos construir
espacios donde acompañar y facilitar los procesos de formación de seres humanos
libres y críticos.
Fuente:Quebrantando el silencio
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