sábado, 29 de diciembre de 2012

La relación entre el Estado y el individuo

(A)El futuro de las tarifas, los impuestos, la finanza, la propiedad, la mujer, el matrimonio, la familia, el sufragio, la educación, los inventos, la literatura, la ciencia, las artes, las inclinaciones personales, el carácter privado, la ética, la religión, estará determinado por la respuesta que dé la humanidad al problema de cómo y en qué medida el individuo debe obediencia al Estado.
Al tratar este asunto, el anarquismo ha considerado definir, en primer lugar, sus términos. La concepción popular de la terminología política es incompatible con la rigurosa exactitud requerida por la investigación científica... Tomemos, por ejemplo, el término Estado, que nos interesa muy particularmente. Esta es una palabra que está en todos los labios. ¿Cuántos de quienes la usan tienen alguna idea de lo que significa? Y, aun entre los pocos que tienen tal idea, hallamos una gran variedad de concepciones. Con el término Estado denotamos a instituciones que corporizan las más extremas formas del absolutismo y a otras que lo atemperan con una mayor o menor liberalidad. Aplicamos esa palabra a instituciones cuya única función es la agresión, de la misma manera que a otras que además de agredir en alguna medida defienden y protegen. Pero pocos parecen saber, o preocuparse, de la medida en que la función esencial del Estado es la agresión o la defensa. Frente a las diversas interpretaciones, los anarquistas, cuya misión en el mundo es la abolición de la agresión y de todos los males que de ella provienen, entendieron que para ser comprendidos era necesario asignar un significado definido y explícito a los términos que estaban obligados a emplear, especialmente los de Estado y gobierno. Examinar otros elementos comunes a la totalidad de las instituciones comúnmente designadas con el término Estado, y hallaron que éstos se reducían a dos: primero, la agresión; segundo, la exclusiva posesión de autorida dentro de un territorio dado y sobre todo lo que ese territorio contiene, autoridad ejercida generalmente con el doble propósito de la más completa opresión de sus súbditos y la mayor extensión de sus fronteras. Que este segundo elemento es común a todos los Estados, es algo que, pienso, nadie negará. No tengo conocimiento de que jamás un Estado haya permitido la existencia de otro Estado rival dentro de sus propios dominios, y parece evidente que si algún Estado tolerara eso dejaría inmediatamente de ser considerado un Estado. El ejercicio de la autoridad por dos Estados sobre un mismo territorio es una contradicción. Probablemente sea menos admitido por la generalidad el primer elemento, que la agresión ha sido y es común a todos los Estados. No me propongo, sin embargo, agregar argumentos a conclusiones de Spencer, que cada día gozan de mayor aceptación: que el Estado se origina en la agresión y que desde su nacimiento continúa siendo una institución agresiva. La defensa fue un agregado tardío, producido por necesidad. La introducción de la defensa como función del Estado fue sin duda un acto forzoso, llevado a cabo con vistas a su reforzamiento, pero que supone en principio el inicio de la destrucción del propio Estado. La creciente importancia de la función defensa constituye una evidencia del progreso existente hacia la abolición del Estado.
Aparte de este enfoque del problema, los anarquistas sostienen, entonces, que la defensa no es una función esencial del Estado; sí lo es en cambio la agresión. ¿Pero, qué es la agresión? Agresión es simplemente otro nombre del gobierno. Agresión, invasión, gobierno, son términos intercambiables. La esencia del gobierno es la dominación o la tendencia a la dominación. Quienquiera logre dominar a otro es un gobernante, un agresor, un invasor, y la naturaleza de tal invasión no cambia cuando es realizado por un hombre contra otro hombre, a la manera de los delincuentes comunes, o por un hombre contra todos los otros, como los monarcas absolutos, o por todos los hombres contra uno, tal la democracia moderna. Por lo contrario, quien resiste el propósito de dominación de otro no es un gobernante ni un agresor ni un invasor, sino simplemente un defensor, un protector. La naturaleza de esa resistencia no cambia cuando se produce entre dos individuos, como cuando uno repele un ultraje criminal, o por un hombre contra todos los demás, como cuando uno se niega a acatar una ley opresiva, o por todos los hombres contra uno, el caso de los miembros de una comunidad unidos voluntariamente para controlar a un criminal. Esta distinción entre invasión y resistencia, entre gobierno y defensa, es de vital importancia. Sin ella no puede haber una filosofía política válida. Es a partir de esa distinción y de otras consideraciones que acabamos de hacer que los anarquistas formulan las buscadas defíniciones. La definición anarquista de gobierno es entonces: la sujeción de un individuo no agresivo a una voluntad externa. Y la definición anarquista del Estado: la corporización del primer invasor por un individuo o un grupo de individuos que pretenden actuar como amos o como representantes de todos los habitantes dentro de un territorio dado.
En cuanto al significado del restante término del asunto en discusión, la palabra individuo, creo que presenta pocas dificultades. Aparte las sutilezas en las que incurren algunos metafísicos, este término puede ser usado sin temor de malentendidos. La medida en que las anteriores definiciones obtengan o no aceptación general es asunto de menor importancia. Considero que han sido científicamente construidas y que sirven al propósito de la mejor transmisión del pensamiento. Con su adopción, los anarquistas lograron su intención de ser explícitos, tienen el derecho, por tanto, a que sus ideas sean juzgadas a la luz de tales definiciones.
Arribamos ahora a nuestro tema: ¿Qué relaciones deben existir entre el Estado y el individuo? El método más común para determinar esto es la apelación a alguna teoría ética que desenvuelve la base de una obligación moral. Los anarquistas no confían en tal método. Descartan totalmente la idea de obligación moral, de derechos y deberes naturales inmanentes. Toda obligación la consideran social, y no moral, y aun así no realmente obligaciones, salvo que hayan sido consciente y voluntariamente asumidas. Si un hombre contrae un compromiso con otro, éste puede actuar en el sentido del mantenimiento de tal compromiso. Pero en ausencia de un compromiso explícito, nadie, en la medida que los anarquistas lo sostienen, tiene compromiso alguno, ni con Dios ni con poder de ninguna otra naturaleza. Los anaquistas no sólo son utilitarios, sino egoístas en el más amplio y completo sentido. En lo que concierne a derechos inmanentes, esa es su única medida...
Si fuera cuestión de derecho sería, conforme los anarquistas, una mera cuestión de fuerza, pero no es, afortunadamente, una cuestión de derecho, sino de adecuación, de conocimiento, de ciencia -de la ciencia de la convivencia, la ciencia de la sociedad-. La historia de la humanidad ha sido en gran medida un largo y gradual descubrimiento de que el individuo se beneficia en la sociedad exactamente en la medida que la sociedad es libre y que la ley condicionante de una sociedad estable y armoniosa es el mayor grado de libertad individual compatible con la equidad. El hombre común de cada generación ha comprendido más clara y conscientemente que sus antecesores. Mi semejante no es mi enemigo sino mi amigo y yo el suyo y deberíamos reconocer mutuamente esta realidad. Debemos ayudar a cada uno para una vida mejor, más completa y feliz, y si queremos dejar de limitar, trabar y oprimir a los demás, estos servicios mutuos deben ser incesantemente alimentados. ¿Por qué no permitiremos que cada uno viva su propia vida, mientas no trasgreda los límites que separan nuestras individualidades? Es a través de estos razonamientos como la humanidad se acerca al verdadero contrato social, que no es, como pensaba Rousseau, el origen de la sociedad sino la meta de una larga experiencia social, el fruto de sus locuras y desastres. Es obvio que ese contrato, esa ley social, desarrollada hasta su perfección, excluye toda agresión, toda violación de la libertad igualitaria, cualquier clase de invasión. Si consideramos ese contrato en conexión con la definición anarquista del Estado, corporización del principio de invasión, comprobamos que el Estado es antagónico con la sociedad y, siendo la sociedad esencial para la vida y el desenvolvimiento de los hombres, salta a la vista la conclusión de que la relación entre el Estado y el individuo y la del individuo con el Estado debe ser de hostilidad y hasta tanto el Estado no haya desaparecido.
¿Pero -se podría responder a los anarquistas- que debería hacerse con los individuos que fuera de toda duda persistirían en la violación de la ley social, invadiendo a sus semejantes? Los anarquistas contestan que la abolición del Estado dará lugar a una sociedad defensiva, sobre bases voluntarias y no compulsivas que refrenará a los invasores por los medios que resulten adecuados. "Pero eso es lo que tenemos ahora, responderán. Entonces lo que ustedes quieren es un simple cambio de nombres". Nada de eso. ¿Podría acaso sostenerse por un momento que el Estado, aun tal como existe en América, es una institución puramente defensiva? Seguramente no, salvo para quien ve en el Estado sólo el vigilante de la esquina. No hace falta investigar mucho para comprobar el error de tal apreciación. Porque el primer verdadero acto del Estado, el establecimiento y recolección compulsiva de impuestos, es en sí mismo una agresión, una violación de la libertad igualitaria y de la misma manera todo acto subsecuente está viciado, aun aquellos que serían puramente defensivos si fuesen pagados por una tesorería provista por contribuciones voluntarias. ¿Cómo es posible sancionar, bajo la ley de igual libertad, la confiscación de los ingresos de un hombre para pagar una protección en la que no ha pensado y que no desea? ¿Qué nombre le daremos, si lo anterior es un ultraje, a tal confiscación cuando a la víctima se le da una piedra en lugar de pan, opresión en lugar de protección? Para forzar a un hombre a pagar por la violación de su propia libertad es preciso añadir el insulto a la injuria. Esto es exactamente lo que hace el Estado... Encontraremos que más del noventa por ciento de la legislación existente sirve, no para reforzar esa ley social fundamental, sino para gobernar las inclinaciones personales de los individuos o, peor aún, para crear y sostener monopolios comerciales, industriales, financieros y propietarios que privan al trabajo de buena parte del beneficio que recibiría en un mercado perfectamente libre...
Lo anterior se relaciona con otras consideraciones que hacen al problema de los individuos invasores, que es un caballo de batalla de los oponentes al anarquismo. En alguna parte he leído o escuchado de una inscripción para una institución caritativa: "este hospital fue construido por un hombre piadoso, pero antes hizo los pobres para llenarlo". Eso ocurre con nuestras prisiones. Están llenas de los criminales que nuestro virtuoso Estado hizo con sus inicuas leyes, sus aplastantes monopolios y las espantosas condiciones sociales que son su resultado. Creamos muchas leyes que producen criminales y unas pocas que los castigan. ¿Sería demasiado esperar que las nuevas condiciones sociales que deben suceder a la abolición de toda interferencia en la producción y distribución de bienes cambiarán finalmente las costumbres y tendencias de los hombres como para que nuestras prisiones, nuestros policías y soldados, nuestros desembolsos y nuestra maquinaria de defensa sean superfluos? Esta es, al menos, la creencia de los anarquistas.
Benjamin R. Tucker
http://www.nodo50.org/tierraylibertad/215.html#articulo5

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