sábado, 21 de septiembre de 2013

Ciudades bajo vigilancia global / Shila Vilker

Aunque el signo dominante de los tiempos es la administración desregulada del control ciudadano, sigue imperando una matriz imaginaria en la que la centralidad estatal guía y organiza las intervenciones, de ahí la importancia de los casos WikiLeaks, las escuchas ilegales o la ingeniería Echelon. Es esta imaginación ya vieja la que concentra, a modo de un síntoma, sobre las redes sociales como Facebook, el malestar ante posibles encubrimientos de los dispositivos.
 
Tal estado imaginario pasa por alto el rasgo más amenazante de estas tecnologías que es, justamente, su anverso: la descentralización. Cuando estas tecnologías de intromisión y registro se privatizan.
 
La proliferación de estas tecnologías, en todas sus formas –bancos de datos, cámaras, direcciones de IP, celulares con GPS, etcétera– obedece al imperialismo de la técnica.
 
La descentralización y desgubernamentalización de los dispositivos de seguridad transforma también su modo de ser experimentadas: la nueva arquitectura de la vigilancia electrónica se vive como “tecnología de la protección” y no del control. Inducidos por la panacea tecnológica de la seguridad, el área metropolitana de Buenos Aires ya lleva instaladas cerca de un millar de cámaras de vigilancia en espacios públicos. La dimensión protectiva de estos dispositivos es tan fuerte que los vecinos estuvieron dispuestos a financiar su instalación. Así sucedió en la Recoleta, en las que la tecnología fue adquirida con financiamiento privado y el monitoreo quedó a cargo estatal.


El control general hace de todos potenciales víctimas al mismo tiempo que virtuales victimarios. Su corolario: la general sospecha sobre el otro y el deterioro de la confianza interpersonal.
 

 
Este fenómeno, a su vez, es subsidiario de la lógica de la delación, vinculado a la disponibilidad masiva, individual e irrestricta de estas tecnologías. El abaratamiento de los costos de las tecnologías de la vigilancia las ha vuelto domésticas y con ello, una nueva oleada de modernización hogareña ha introducido el pequeño kit del espía en la vida cotidiana.


Ciertamente, controlar-proteger-DELATAR son tres de las principales actividades de toda economía política del poder.
 
Su descentralización, sin embargo, oculta su dimensión política.
 
Esto es lo que sucede cuando el control es masivo e independiente del riesgo.
 
Por eso, en su simple funcionar, aparentemente impolítico, se presentan como inocentes de sus efectos.
 
Los usos sociales de las tecnologías de la vigilancia deben ser pensados, entonces, como políticas de seguridad de alcance y ejercicio masivo y desregulado.


La imagen y su registro, en la sociedad del espectáculo, mediatizan las relaciones sociales al mismo tiempo que la visibilización funda un orden que, para muchos, puede parecer más justo al permitir delatar las arbitrariedades del poder. Sin embargo, en ese mismo gesto, el débil adopta los mismos mecanismos que sus opresores.
 
  Como dice la letra de Calle 13, que los vigilantes sepan que los vigilados disponen de tecnologías de control: “A los policías que no se olviden, que los celulares ahora tienen camaritas, los estamos vigilando, los estamos grabando”. El quiebre imaginario de la asimetría entre vigilados y vigilantes no nos hace mejores ni nos ha vuelto más libres. Nos ha situado en mímesis con aquello que pretendemos conjurar. Por eso, no alcanza con el espíritu pacificador y el ánimo de convivencia que festeja los nuevos usos de la tecnología para paliar el riesgo de que el control se vuelva totalitario.
 
 
Revista Ñ.

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